La segregación política en la Nicaragua de Ortega y Murillo

Si siembra segregaciones, cosechará más rebeliones. No hay duda que muchos rojinegros, se volverán azul y blanco

 

Por José Luis Rocha  (Confidencial)

HAVANA TIMES – Individuos encapuchados rodean tu casa. Lanzan objetos en llamas con intención de que el fuego se expanda. No tiene caso llamar a la policía porque tu color te inhabilita para recurrir al Estado. Tu familia apareció en Facebook mostrando ese color convertido en estigma.

Resulta que la policía ya estaba ahí, cuando empezó el incendio, afanada en un cometido muy distinto del que te urgía. A punta de fusil frena a quienes se lanzan a sofocar el fuego y protege a los encapuchados, que no son del Ku Klux Klan, pero obran como si lo fueran. Tu madre, tu padre, tus sobrinos, tus hermanas… todos mueren calcinados.

De nada sirven llantos y reclamos porque tu color anula tu ciudadanía: tu voto no se contabiliza, tu opinión en los medios es terrorismo, tus marchas atentan contra el orden. Si tu casa arde en llamas y perdiste a toda tu familia, no estás en Alabama a principios del siglo XX. Estás en el barrio Carlos Marx, en una de las calles más transitadas de la Managua de 2018.

Otro día, otro barrio. Los encapuchados asaltan a un vecino a las puertas de tu casa. Tus cámaras de seguridad captan la escena. La grabación no sirve de nada porque tu color no te permite tener cámaras de seguridad. Horas después la policía te visita. Busca armas que no encuentran porque para los de tu color es casi un delito tenerlas. Se llevan el soporte de la filmación que de todas formas no encontraría un solo juzgado en todo el país dispuesto a considerarla como evidencia incriminatoria. Es tu color, siempre es por tu color.

Vas caminando por la calle junto a tu hermana. Te secuestran unos encapuchados. A tu hermana la queman con cigarrillos en el abdomen, piernas y pecho. A vos te marcan la pierna con la palabra “plomo”. Ambas son manoseadas, golpeadas y amenazadas de muerte durante toda la noche. Después de diez horas al pie de la horca, las liberan en la carretera a León. No van a la policía ni a la fiscalía. Ni se les pasa por la mente. Podrían incluso terminar presas o sufrir otras vejaciones. Lo que les pasó es debido a su color y los funcionarios públicos les darán el trato reservado a ese color.

Pasando los canales de televisión tropezaste con los canales del gobierno. Todo es paz, amor y prosperidad para los del color que no tenés. En sus noticieros ni siquiera aparecen las lluvias torrenciales que han anegado ciudades y comarcas.

Escuchaste la propaganda oficial sobre la prosperidad que se supone nos envuelve, pero que es para un grupo cada vez más diminuto. Es para quienes tienen el color adecuado y ni siquiera alcanza para todos ellos. No es para vos porque no tenés ni siquiera el derecho a tener derechos.

Decomisan tu arma, pero tu vecino está armado hasta los dientes. Cancelan tu marcha, confiscan tus canales de televisión y le retiran la licencia a tu abogada, mientras la marcha rojinegra bloquea una arteria principal de Managua, los canales rojinegros se multiplican y los leguleyos del régimen engordan -esos sí que prosperan- como buitres en un festín de carroña.

Los negros en los Estados Unidos y Sudáfrica carecían de derechos. Su segregación se basaba en el color. La voluntad de poder de los blancos había construido arbitrariamente sobre la pigmentación toda una ideología que afirmaba la inferioridad moral, física e intelectual de grupos étnicos.

La segregación política se le parece en sus formas y resultados, pero difiere en el soporte, que no es la pigmentación o la pertenencia a una raza que se presume inferior como los judíos, sino una opción política que se ha criminalizado. La mera disidencia o incluso la simple no complicidad es punible y coloca a quienes la ejercen en un estatus de privación de derechos.

El estalinismo fue un régimen de segregación política, que persiguió los indicios más nimios de disidencia con ferocidad implacable, exactamente como ahora ocurre en Nicaragua, donde no se aduce la inferioridad intelectual o física, pero sí una falta de probidad política y una asociación con el desorden, el golpismo y el terrorismo.

No estás en la Sudáfrica del Apartheid, pero es como si ahí vivieras. No sos negro segregado, pero es como si lo fueras. Estás en la Nicaragua cristiana, socialista y solidaria, y tu color es el azuliblanco. Ese color es peligroso porque es el de la mayoría segregada. Lanzar un globo azuliblanco es un crimen. Exhibir objetos rojinegros es un deber patrio: las banderas rojinegras ondean en todas las embajadas y entidades estatales.

Ni siquiera los blanquísimos empresarios se han librado de recibir el trato reservado a negros segregados, salvando las distancias económicas: les disparan, saquean sus empresas, invaden sus fincas, los citan en las delegaciones policiales con excusas banales, las patrullas los siguen hasta que se refugian en sus clubes exclusivos, los plumíferos del régimen difunden rumores sobre la estabilidad y probidad de sus bancos para doblegarlos mediante un pánico financiero.

Si esto ocurre con los de saco y corbata, peor les va a los de machete y bota de hule. Los emboscan en las cañadas y los ejecutan frente a sus familiares. En el fondo del barril sin derechos están los indígenas de la costa caribe: destruyen sus bosques y queman sus poblados. La nueva segregación los ha situado tres lugares más allá del cero a la izquierda. Reúnen al menos tres negatividades: no son rojinegros, no son blancos ni mestizos, no ejercen poder alguno sobre los asuntos públicos de la nación.

Los presos políticos tuvieron menos derechos que los presos comunes. Incluso las recolectas en su favor fueron perseguidas por la policía como si fueran asaltos a bancos y quemas de llantas. Tuvieron, en cambio, torturas y restricción de las visitas de sus familiares y abogados. Todo por su color.

Su experiencia no es atípica, sólo se sitúa en el extremo de lo que toda la población experimenta a diario bajo diferentes modalidades, cada uno en su ámbito. El trato discriminatorio lo padece también la población que creía estar al margen de la política.

Aquí una muestra: Abordo un taxi. En la radio suena una canción evangélica. El conductor interrumpe nuestro prolongado mutismo y rompe el hielo, pisando terreno inseguro porque yo no he dicho una palabra que revele mi color: “¿Qué bonito si todo fuera así, como dice la canción: ‘los cielos cantan, la tierra canta…tus alabanzas, Señor.’

Pero aquí no es así. Yo no me meto en política ni quiero saber nada de eso. Pero aquí la gente ya está harta. Esto no puede durar. ¿Vio que me paré en seco en el semáforo? Tuve que hacerlo porque si me paso cuando empieza el primer pispileyo, me agarran aquellos que están allá. Tengo colegas a los que multan cada semana. Eso sí: a los de ellos no los tocan. Los rojinegros se pueden pasar los semáforos en rojo y andar hasta el tronco, y no pasa nada.”

Esa es la Nicaragua de Ortega y Murillo, una Nicaragua segregada.

Otra muestra: En un asalto a mano armada participan varios malhechores. Vecinos aguerridos capturan a un miembro de la banda, le dan una paliza y lo entregan a la policía. Minutos después la policía regresa al lugar de los hechos. Buscan a los vecinos para demandarlos por lesiones a un militante del Frente Sandinista. En un país segregado, los papeles se invierten: los valientes terminan en prisión y los delincuentes tiran la piedra y enseñan la mano.

El régimen, aunque aspira a la normalidad, en el día a día no hace otra cosa que profundizar la polarización con un tratamiento claramente diferenciado que en la práctica priva de la ciudadanía política a la mayoría de los nicaragüenses. Si siembra segregaciones, cosechará más rebeliones.

El hecho de que lo segregado se haya autoidentificado como azuliblanco es en sí mismo la voluntad de anular toda segregación. Y dado que es deseable cambiar de pigmentación hacia la mejor situada, no hay duda de que muchos rojinegros –como ya lo han hecho otros- se volverán azuliblancos. Un día Nicaragua será toda azuliblanco.