La noche de las tijeras largas

Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a buscar a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie que pudiera protestar.  -Martin Niemoller

Por Alejandro Langape

Foto: Ernesto González

HAVANA TIMES – Tiene ese rostro iluminado de beatitud que suele verse en los retratos renacentistas. Dentro de la biblioteca diocesana, a salvo del mundanal ruido, rodeada de libros que no suelen hallarse en otros lares, ella parece estar en el lugar correcto, haber vivido siempre una existencia correcta y sin accidentes, pero ya sabemos que las apariencias pueden engañar, que tras la mirada afable de esta señora pueden ocultarse historias, recuerdos que regresan al contemplar un objeto tan simple como el par de tijeras largas que su colega saca de una gaveta para preparar unas fichas.

Eran los años sesenta y ella era una de esas jóvenes que empezaban a oír hablar de The Beatles, que, como diría Ismael Serrano, conformaban, junto a sus compañeros varones del Instituto del Vedado, una dulce guerrilla urbana: ellos en pantalones de campana, ellas, niñas en minifalda. Esas prendas, claro está, solo podían usarlas lejos de las puertas del plantel, pues para traspasarlas había que pasar la rigurosa inspección de la directora que zafaba dobladillos a las faldas y se aseguraba de que las camisas de los chicos estuvieran por dentro de los pantalones de corte sobrio.

A ella le gustaba pasear por el Malecón y, en las tardes grises de nuestro tímido invierno posaba para Tomás, el amigo que cargaba la cámara y jugaba a ser director de cine. Pero, más que todo, le gustaba buscar la mirada de su vecino Eduardo, descubrir la sonrisa en los labios del muchacho.

Sí, pese a que se había quedado solo en Cuba tras la partida de su familia rumbo a Miami, Eduardo sonreía y ella creía encontrar en su sonrisa toda la luz de un cuadro de Sorolla y la acometía entonces esa sensación de mariposas en el estómago que anuncia a las adolescentes los primeros amores.

Nunca hablaron demasiado, ni siquiera se sentaron juntos en un banco de cualquier parque; pertenecieron al mismo grupo afín, como solía decirse por entonces. A ella le bastaban las sonrisas de él y Eduardo…, bueno, Eduardo parecía todo lo normal que puede ser un chico cubano de los años sesenta que vive solo en una casa repleta de bibelots y porcelanas de Sevres.

Una noche ella paseaba por La Rampa que aún parecía uno de esos regalos navideños a los que acabas de quitar el envoltorio. Lo vio a lo lejos. Un par de sujetos le llevaban las manos tras la espalda y un tercero, tijeras en mano, comenzaba a cortar los cabellos del muchacho, esos que antes caían sobre la espalda como si fuese uno de esos chicos que en el sesenta y ocho tomarían La Sorbona, los mismos cabellos que él había conseguido ocultar a las diarias pesquisas de la directora de su Instituto.

Ella sorprendió un instante la mirada de odio y rabia contenida de Eduardo, escuchó las risas de los que lo sujetaban. Huyó. No quiso ver como otros muchachos eran pelados a la fuerza y recordó las historias de esquila de carneros y ovejas que había leído en algún libro.

Eduardo no regresó al Instituto y la puerta de su casa permaneció cerrada. Lo habían mandado a cumplir el Servicio Militar Obligatorio y ella dejó de verlo por mucho, mucho tiempo.

Al cabo de los años supo que había regresado, pero que ya no era el mismo. Se juntaba con lo que por entonces se calificaba como elementos antisociales y se comentaba que más de una vez había estado envuelto en riñas callejeras. Ella quiso creer que no era cierto, que la gente habla y… Una tarde volvió a verlo.

Él la reconoció e intentó reír, pero la sonrisa de antes se había transformado en el rictus amargo de un hombre endurecido, una mueca que evocaba el horror de El grito de Edvard Munch y ella comprendió que algo se le había roto por dentro a Eduardo y recordó a Sansón y se permitió una lágrima por aquel muchacho que ya no volvería a provocarle un revolotear de mariposas en el estómago.

Muchas hojas se desprendieron del almanaque y las tropelías y malos pasos de Eduardo siguieron siendo la comidilla del barrio. Un buen día desapareció y la casa vivienda se transformó en amasijo de oficinas. Los familiares en Miami al fin habían logrado convencerlo de que se les uniera, creyendo que los nuevos aires lo ayudarían a sentar cabeza. Pasados unos meses llegó la noticia de su muerte. Eduardo había sido baleado en un callejón, al parecer, en un tiroteo entre pandillas.

Ella suspira, mira las tijeras que su compañera se dispone a guardar de nuevo. No tiene motivos para quejarse. Se casó, tuvo una hija que ahora vive en España y a la que ha visitado hace poco, pero… El recuerdo de las tijeras sobre la cabeza de un muchacho maniatado, la imagen del cabello que cae infinitamente despacio sobre la acera de La Rampa vuelven como flashes de cámara y no puede evitar preguntarse cómo hubieran sido su vida y la de Eduardo sin esa noche de tijeras largas en una Habana que parecía el centro de todas las utopías.