La libertad de un submarino amarillo

Foto: Alina Sardiñas

Por Michel Hernández (El Toque)

HAVANA TIMES – La distancia es una trampa. El tiempo que nos separa del origen es un temblor fugaz que recorre el cuerpo y nos hace idealizar la fotografía que reposa en la mente, no sobre un país, sino sobre sus rincones, sobre ese punto imborrable de su geografía, sobre esos espacios cercanos que saben más de uno que uno mismo. 

La distancia, ya lo dije, es una emboscada y a veces es preciso el regreso, el naufragio, el desarraigo, para demostrarnos que la profusión de las emociones y la razón son cosas muy distintas, dos caminos en la vida que se pueden volver antagónicos por el peso abrumador de la realidad que siempre dicta la última palabra. 

He estado un tiempo en Cuba después de once meses en Madrid. «No vuelvas», me decían a diario los amigos reales y virtuales, los conocidos, cualquier persona al tanto de mis estados de ánimo más recientes, de mis nostalgias y desafueros. La imagen de la vuelta fue sobrecogedora. El caos emocional también. Las consecuencias a pagar, previsibles. 

En apenas un año el país, o sea, mi ciudad, es otra cosa, otro mundo, una imagen de personas que se mueren al sol en colas para lo mínimo, de personas recogiendo basura en los contendedores, de desechos dominando en cualquier esquina, de jóvenes preparándose para la marcha. Se vive, en resumen, con la sensación de que algo se ha roto definitivamente. 

Traté de buscar lo más rápido posible un lugar donde reconocerme durante mi estancia, algún sitio donde pudiera ser yo con mis miserias y alegrías. Con mis nostalgias y mis guerras intestinas. Con la furia agazapada de mi generación. 

A dos días de mi regreso volví a la noche con dos de los amigos que más admiro y quiero en La Habana. Con dos de los pocos que quedan. Gente a prueba de balas, del terror fulgurante. Ahí, en la noche, estábamos en medio del Submarino amarillo. Lo confieso. Llamé a Niurka y a Abel para no sentirme solo en la caída de la noche, por temor a no reconocerme en aquel espacio antes muy familiar y ahora una puerta a la incertidumbre. Ellos no lo saben, pero mi llamada fue un acto de egoísmo, de preservación.

En el Submarino he vivido dos o tres de los mejores momentos de mi carrera profesional, excepto aquel cruce de palabras con Mick Jagger en el aeropuerto de La Habana. Una tarde presenté a la comunidad friki habanera al baterista Dave Lombardo y otra conversé con Ozzy Osbourne junto a tres queridos colegas. 

Pedimos unas cervezas de una marca desconocida para mí. Empujé una, luego otra. Fui sintiendo que el sitio no había cambiado, que era el mismo refugio de libertad para la comunidad rockera cubana. Para aquellos que conocieron las consecuencias de oír rock and roll en su juventud y luego cumplieron el sueño imposible de ver a los Rolling Stones en Cuba. No sentí, sin embargo, aquella sensación al límite de que algo iba apasar; una de esas sensaciones reservada solo para la velocidad de la primera juventud.

Saludé a par de viejos conocidos mientras unos renovados Kents arremetían con clásicos del rock and roll. La gente bailaba sin importar nada más. Y Lili, la vocalista, con un pulóver negro con el nombre de Queen sobre el pecho, era una fuerza de la naturaleza. Le puso a Nirvana la misma fuerza que destella en las redes. Y eso, se sabe, no es poca cosa en Cuba. 

El país afuera era un territorio desconocido, pero dentro del Submarino se mantenía la vida a flote. Todos de alguna forma conservaban ese pedazo de un amor que nos dieron. No es fácil sentirse parte en un país exiliado de sí mismo, pero aquel era el sitio donde seguían cobrando vida todas nuestras historias. Nuestras vidas. El lugar donde, de alguna manera, yo también cobraba sentido. 

Foto: Alina Sardiñas

Ahí en las paredes seguían las alegorías a Los Beatles. En el parque, más solo que nunca, Lennon empujaba la noche. Las cervezas no escapaban a la provocada inflación. Se vendían a 200 pesos cada una, un precio razonable en comparación con otros sitios, según escuché a alguien al lado mío. Me sentí bien con que alguien se sintiera bien. Que pudiera disfrutar lo que estaba pasando, que al menos pudiera pagarse el lujo de tomarse una cerveza. Más cuando se trataba de uno de los viejos rockeros que durante años solo se ha sostenido precisamente por el placer de escuchar y sentir el rock and roll. Y eso también es otra trampa. 

La noche duró unas cuatro horas, pero la ilusión se alargó hasta la mañana en la que regresó la tormenta. ¿Qué hago aquí? ¿A qué vine? ¿Cuál fue el motivo real de mi regreso? No tuve ni tengo las palabras correctas, coherentes ni sinceras para responder a esas interrogantes que me hice al amanecer. Sé que el tiempo tendrá las respuestas y se impondrá el sentido común. Al menos eso pensé tras la cortina de humo del Submarino.

He leído mucho, incluso antes de la sombra del caos, que no existe un país adonde regresar. Yo mismo lo he dicho, lo he escrito, lo he afirmado. No se trata de virar o quedarse en un país que se ha ido de sí mismo, junto a las esperanzas de una parte de un pueblo que se va reinventando como puede en cualquier punto del planeta. Se trata de regresar (si se tiene la posibilidad, el «permiso» o el deseo) a esas pequeñas cosas que nos hacen recordar lo que fuimos o lo que somos, a esos pequeños lugares donde la libertad ha sido posible.

He pensado regresar al Submarino en un futuro. Mi tiempo ha sido mínimo y las horas lúgubres. Regresaré con ese otro país con que volví al país. Regresaré con mi madre y compartiremos la ilusión del rock and roll en ese oasis en medio de una ciudad que hoy es un salto al vacío.

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