La década de la estampida creativa en Cuba
Para todos los que salimos de Cuba leer ’14ymedio’ es restaurar los lazos con el país natal: una acrobacia nostálgica.
Por Xavier Carbonell (14ymedio)
HAVANA TIMES – Hace diez años yo pensaba vivir para siempre en Cuba. Sabía dónde estaba la tumba en la que mis parientes estaban enterrados. Sabía hablar en cubano y no en el idioma neutro, ni isleño ni peninsular, que hablo ahora. Sabía que mi país era mediocre, pero a Fidel Castro le quedaba una afeitada –varias, más bien, por la barba– y a lo mejor eso lo cambiaría todo. Había empezado a estudiar filología y trabajaba en una biblioteca de Santa Clara. Tenía una gata y muchos libros. Tenía esa vida.
Castro, en efecto, murió en 2016 (de la barba quedaban pocas canas, a juzgar por las fotos). Desde La Habana empezó a congregarse ese gran hormiguero que, cuando quiere, es mi país. Un batallón de insectos y larvas y mosquitos, todos dolientes, todos con lágrimas en los ojos, para ver pasar el cadáver. Supe que esa muerte iba a desgraciar al país, no porque muriera Castro –que era un alivio épico– sino porque a partir de entonces la memoria del muerto regresaría ya no del futuro –le atribuían esos saltos en el tiempo–, sino del pasado, de los periódicos y los libros, de la boca de los nostálgicos y apocalípticos. Fifo el Profeta, el Sagrado Corazón de Fifo, Fifo-Terminator.
El hormiguero llegaría a Santa Clara de madrugada –plañideras nocturnas, un espectáculo lamentable– y en la facultad todo el mundo tenía que acudir. Aquello iba a ser insoportablemente histórico, advertían los diarios. Cuando abandoné la Universidad Central me dejé ver. “¿Adónde vas?”, me preguntó una jefa de departamento. “Me voy para mi casa”, respondí, sin saber que años después Cimafunk se haría famoso por agotar las variaciones de esa frase, hasta convertirla en el lema de mi generación.
Me fui para mi casa. Tarea difícil porque suponía nadar contra la corriente de guaguas, carros y otros elementos de la procesión de Castro. Y a partir de ahí me seguí yendo para espacios cerrados, espacios míos y no de ellos. Espacios que fueron volviéndose abstractos, ideas, novelas, libros. Me fui para Ecuador, me fui para la India. Lugares remotos, países a los que no hubiera viajado si no se hubieran puesto en mi camino. Y siempre –pese a que todo parecía indicar que no volvería– me fui para mi casa.
En un texto sobre Pedro Juan Gutiérrez, Roberto Bolaño dijo que La Habana –y por extensión toda Cuba– vivía en estado comatoso. Luego rectificaba para definir a la ciudad como “anémica y afiebrada”. La sustitución es un error que hay que perdonarle al chileno porque escribió su diagnóstico al comenzar el milenio. En 2016 ya el paciente no respondía.
Quizás la diferencia más radical entre el hombre nuevo –los niños de la Revolución– y nosotros, es lo rápidamente que decidimos despertar del coma. Ya leíamos, y mucho, prensa independiente. Cuando volví de la India, en plena pandemia, lo hice con maldad, teniendo el plan de escape claro. Volvía con contactos y recursos, volvía tenso y arisco como un gato. Ya un par de amigos se habían marchado. Cuando estallaron las protestas del 11 de julio de 2021 se fueron los demás. La desbandada fue intensa y me alegró formar parte de ella.
No creo haber sentido nunca el sentimiento de culpa que parece embargar a algunos exiliados. La emigración cubana más reciente está llena de madres coraje, marxistas chéveres, negristas improvisados y activistas de todas las causas. También de periodistas de muy diverso calibre. He visto a viejos fieles de Fidel agitando banderas en Madrid para que Pedro Sánchez no se vaya, cosa que me da mala espina. También vi a un poeta conocido dejar una florecita en la Piedra de Santa Ifigenia antes de emigrar. He vivido casi tres décadas y a estas alturas del campeonato siento que, en lo que respecta a Cuba, nada puede sorprenderme.
En diez años la noción de patria se erosiona. Nunca quisimos que así fuera, pero Cuba se envileció tanto que a muchos nos costará volver –si es que volvemos– al lugar donde nuestra vida inicial, una vida que ahora parece un chiste del Día de los Inocentes, se tronchó. Kant aconsejaba, ya viejo, “no entregarse a los pánicos de las tinieblas”. Nosotros hemos decidido vivir, no sobrevivir.
De manera que, para mí –para todos los que salimos–, leer este diario es restaurar los lazos con el país natal. Leer una noticia, “actualizarse”, es también una acrobacia nostálgica. Vamos viendo, que es también ir viviendo a través de quienes nos prestan ojos y oídos para constatar qué nos perdimos. Y así, no desconectados del todo, siempre con una madre o un amigo o una gata huérfana del lado de allá, sigue sintiendo uno que es cubano. A pesar de todo. Todavía. Ofrecer esa realidad a todo color ayuda a ver más claro el futuro y las decisiones que traerá.
El primer dilema ético que debe resolver un exiliado es si quiere o no volver al origen de su dolor, al punto de partida. ¿Qué hay para construir? ¿Qué queda entre las ruinas? ¿Cómo serán los cubanos que se quedaron? ¿Pueden convivir el post castrismo y el cubaneo, los mercenarios que fueron a invadir Ucrania con Putin y los que huyeron por la ruta de los volcanes? ¿Se podrá escribir con libertad en Cuba alguna vez? La respuesta es individual. Nadie nos pidió que nos quedáramos; nadie tiene el derecho de decirnos cuándo volver.
Escapar de la anomalía de tiempo y espacio que es Cuba, venir a una ciudad tranquila de España, opinar sobre lo perdido, leer y escribir 14ymedio, es lo que toca ahora. No se parece a la vida que uno dejó ni a lo que hace diez años esperábamos, pero quizás es mejor. Fiel a mi vieja profesión y a los libros que dejé, vivo con dos fragmentos de filósofos griegos en el bolsillo. Uno, de Yámblico, es para el presente y espanta cualquier melancolía: “Al salir de tu patria no te vuelvas, pues las erinias te van siguiendo”. El otro, de Demócrito y fruto del relajo, me ayuda a no hacerme ilusiones con el retorno: “Vine a Atenas y nadie me reconoció”.
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Por Xavier Carbonell (14ymedio)
HAVANA TIMES – Hace diez años yo pensaba vivir para siempre en Cuba. Sabía dónde estaba la tumba en la que mis parientes estaban enterrados. Sabía hablar en cubano y no en el idioma neutro, ni isleño ni peninsular, que hablo ahora. Sabía que mi país era mediocre, pero a Fidel Castro le quedaba una afeitada –varias, más bien, por la barba– y a lo mejor eso lo cambiaría todo. Había empezado a estudiar filología y trabajaba en una biblioteca de Santa Clara. Tenía una gata y muchos libros. Tenía esa vida.
Castro, en efecto, murió en 2016 (de la barba quedaban pocas canas, a juzgar por las fotos). Desde La Habana empezó a congregarse ese gran hormiguero que, cuando quiere, es mi país. Un batallón de insectos y larvas y mosquitos, todos dolientes, todos con lágrimas en los ojos, para ver pasar el cadáver. Supe que esa muerte iba a desgraciar al país, no porque muriera Castro –que era un alivio épico– sino porque a partir de entonces la memoria del muerto regresaría ya no del futuro –le atribuían esos saltos en el tiempo–, sino del pasado, de los periódicos y los libros, de la boca de los nostálgicos y apocalípticos. Fifo el Profeta, el Sagrado Corazón de Fifo, Fifo-Terminator.
El hormiguero llegaría a Santa Clara de madrugada –plañideras nocturnas, un espectáculo lamentable– y en la facultad todo el mundo tenía que acudir. Aquello iba a ser insoportablemente histórico, advertían los diarios. Cuando abandoné la Universidad Central me dejé ver. “¿Adónde vas?”, me preguntó una jefa de departamento. “Me voy para mi casa”, respondí, sin saber que años después Cimafunk se haría famoso por agotar las variaciones de esa frase, hasta convertirla en el lema de mi generación.
Me fui para mi casa. Tarea difícil porque suponía nadar contra la corriente de guaguas, carros y otros elementos de la procesión de Castro. Y a partir de ahí me seguí yendo para espacios cerrados, espacios míos y no de ellos. Espacios que fueron volviéndose abstractos, ideas, novelas, libros. Me fui para Ecuador, me fui para la India. Lugares remotos, países a los que no hubiera viajado si no se hubieran puesto en mi camino. Y siempre –pese a que todo parecía indicar que no volvería– me fui para mi casa.
En un texto sobre Pedro Juan Gutiérrez, Roberto Bolaño dijo que La Habana –y por extensión toda Cuba– vivía en estado comatoso. Luego rectificaba para definir a la ciudad como “anémica y afiebrada”. La sustitución es un error que hay que perdonarle al chileno porque escribió su diagnóstico al comenzar el milenio. En 2016 ya el paciente no respondía.
Quizás la diferencia más radical entre el hombre nuevo –los niños de la Revolución– y nosotros, es lo rápidamente que decidimos despertar del coma. Ya leíamos, y mucho, prensa independiente. Cuando volví de la India, en plena pandemia, lo hice con maldad, teniendo el plan de escape claro. Volvía con contactos y recursos, volvía tenso y arisco como un gato. Ya un par de amigos se habían marchado. Cuando estallaron las protestas del 11 de julio de 2021 se fueron los demás. La desbandada fue intensa y me alegró formar parte de ella.
No creo haber sentido nunca el sentimiento de culpa que parece embargar a algunos exiliados. La emigración cubana más reciente está llena de madres coraje, marxistas chéveres, negristas improvisados y activistas de todas las causas. También de periodistas de muy diverso calibre. He visto a viejos fieles de Fidel agitando banderas en Madrid para que Pedro Sánchez no se vaya, cosa que me da mala espina. También vi a un poeta conocido dejar una florecita en la Piedra de Santa Ifigenia antes de emigrar. He vivido casi tres décadas y a estas alturas del campeonato siento que, en lo que respecta a Cuba, nada puede sorprenderme.
En diez años la noción de patria se erosiona. Nunca quisimos que así fuera, pero Cuba se envileció tanto que a muchos nos costará volver –si es que volvemos– al lugar donde nuestra vida inicial, una vida que ahora parece un chiste del Día de los Inocentes, se tronchó. Kant aconsejaba, ya viejo, “no entregarse a los pánicos de las tinieblas”. Nosotros hemos decidido vivir, no sobrevivir.
De manera que, para mí –para todos los que salimos–, leer este diario es restaurar los lazos con el país natal. Leer una noticia, “actualizarse”, es también una acrobacia nostálgica. Vamos viendo, que es también ir viviendo a través de quienes nos prestan ojos y oídos para constatar qué nos perdimos. Y así, no desconectados del todo, siempre con una madre o un amigo o una gata huérfana del lado de allá, sigue sintiendo uno que es cubano. A pesar de todo. Todavía. Ofrecer esa realidad a todo color ayuda a ver más claro el futuro y las decisiones que traerá.
El primer dilema ético que debe resolver un exiliado es si quiere o no volver al origen de su dolor, al punto de partida. ¿Qué hay para construir? ¿Qué queda entre las ruinas? ¿Cómo serán los cubanos que se quedaron? ¿Pueden convivir el post castrismo y el cubaneo, los mercenarios que fueron a invadir Ucrania con Putin y los que huyeron por la ruta de los volcanes? ¿Se podrá escribir con libertad en Cuba alguna vez? La respuesta es individual. Nadie nos pidió que nos quedáramos; nadie tiene el derecho de decirnos cuándo volver.
Escapar de la anomalía de tiempo y espacio que es Cuba, venir a una ciudad tranquila de España, opinar sobre lo perdido, leer y escribir 14ymedio, es lo que toca ahora. No se parece a la vida que uno dejó ni a lo que hace diez años esperábamos, pero quizás es mejor. Fiel a mi vieja profesión y a los libros que dejé, vivo con dos fragmentos de filósofos griegos en el bolsillo. Uno, de Yámblico, es para el presente y espanta cualquier melancolía: “Al salir de tu patria no te vuelvas, pues las erinias te van siguiendo”. El otro, de Demócrito y fruto del relajo, me ayuda a no hacerme ilusiones con el retorno: “Vine a Atenas y nadie me reconoció”.