José Martí y la Cuba de hoy

Osmel Ramírez Álvarez

HAVANA TIMES — La grandeza y genialidad de Martí no admiten dudas. Fue un hombre de talla mayor y para orgullo nuestro nació en Cuba. Y no solo era cubano, sino un gran cubano, un ferviente patriota.

Tuvo grandes dotes como escritor, orador, maestro y periodista, sin embargo solo ejerció esas profesiones y otras más, para sostenerse o exhalar sus grandes pasiones. Su gran obra, su desvelo, su razón de vida, fue servir a Cuba.

Primero la independencia y luego la república “con todos y para el bien de todos”. Murió prematuramente, sin concluir su obra fecunda, pero dejó un legado apostólico. Tras su muerte no ha habido un cubano que niegue a Martí, más allá de la ideología.

Los socialistas radicales en el poder dicen ser martianos; los extremistas de derecha exiliados en la Florida, que son enemigos acérrimos de los primeros, aseguran la misma cosa. Toman de ambos lados los escritos del Apóstol y los usan para avalar sus doctrinas radicales. Pero en ningún sentido Martí fue un pensador radical: fue un profundo y respetuoso defensor de la libertad, no de la imposición.

Si pudiésemos enmarcar la posición política de Martí con la nomenclatura actual, sería más bien, a mi juicio, un demócrata de centro-izquierda. Creía firmemente en la democracia representativa, pero aborrecía el papel protagónico del dinero; aprobaba la iniciativa económica individual, pero no la plutocracia ni la hegemonía monopolista.

Sintió innegable admiración por Marx. Conoció sus ideas sobre el “comunismo científico”, pero no las asumió, a pesar de ser un hombre con sed de justicia. No se contagió con el elixir altruista en boga, porque lo encontraba demasiado cargado. Tuvo indudablemente una mente prodigiosa. Criticó con agudeza inigualable al marxismo, precisamente en los puntos que un siglo después motivaron su fracaso.

Pero no lo hizo por miedo al empoderamiento de los pobres ni por razones fútiles como la mayoría de sus ilustrados coetáneos, sino por justicia. No creía en la justicia que proviene de la injusticia. Al comunismo lo vio despótico, antinatural e inevitablemente dirigido hacia la pérdida de la libertad individual. Pero el ideal socialista le atrajo y dejó constancia escrita en más de una carta dirigida a su gran amigo Fermín Valdez, con quien debatía esas ideas.

Fidel, al igual que muchos jóvenes de su época, se volvió revolucionario leyendo a Martí. Fue con su guía ideológica que se llenó de ansias de justicia social. Hizo entonces la Revolución. Siguiendo a Martí alcanzó el triunfo, pero para mantenerse en el poder hubo de trocar su ideología y ceder ante el marxismo.

No se puede ser marxista y martiano al mismo tiempo, porque son idearios antitéticos. Tampoco se puede adorar al capitalismo neoliberal y a la democracia del dinero, presumiendo de ser martiano. Martí merece ser respetado y es mezquino utilizar su nombre venerado para enaltecerse o abalarse en posiciones ajenas a las que defendió. Ver semejante irrespeto nos recuerda el pasaje bíblico en el que Jesús aborrece el comercio en el templo. Ojalá pudiésemos expulsar esas prácticas también.

La nueva Cuba, que debemos construir en un futuro inmediato, tiene ya un guía infalible, y es Martí. No hay que ir a Rusia ni a Alemania ni a los Estados Unidos para buscar un referente ideológico. Tenemos nuestro Maestro en casa, lamentablemente olvidado, a pesar de que lo mencionan todos los días.

Fue campeón de la tolerancia, de la libertad, de la democracia real y del capitalismo “sin depredación”. Soñó y luchó por una Cuba libre y próspera, “con todos y para el bien de todos”. En ella veía negros, blancos y mulatos viviendo juntos en armonía, en una sociedad que solo diferencie a los hombres por la virtud.

Hoy la convivencia pacífica ente razas no es gran problema. En ese punto se ha avanzado y el Maestro estaría feliz de ver ese sueño realizado. Pero grande sería su pesar al ver a nuestro pueblo nuevamente dividido por odios y rencores. El radicalismo ideológico y la intolerancia política sustituyeron al racismo. Aquel socialismo marxista que avizoró fallido, proliferó de un lado, y aquel dinerismo atropellante que tanto criticó, del otro.

Rescatemos al Maestro y volvamos a él, porque solo así construiremos finalmente la Cuba que necesitamos. Dejemos atrás los rencores, los odios y todo aquello que nos separa. Tolerancia y respeto es la clave para un futuro mejor.

Si Martí estuviese aquí cumpliendo 63 años en vez de 163, sin duda estuviera luchando por esa nueva Cuba. Ni fuera comunista ni un exiliado radical, sino un luchador por la tolerancia, como Mandela, como Gandhi, como Juárez.

Cuba puede cambiar y está en nuestras manos la posibilidad de hacerlo. Martí es nuestra bandera. El odio no destruye el odio ni la violencia destruye la violencia: todo lo contrario. Este precepto es necesario tanto para los fidelistas como para los anti-fidelistas. Quien pregone, con una voz que se escuche, una Cuba despojada de esos lastres, ganará un pueblo.

“La Patria es ara, no pedestal”; “un pueblo no se funda como se manda un campamento”; “el único objetivo digno de lanzar un país a la guerra es el de devolverle, a su remate, las libertades públicas”; “todo hombre tiene derecho a ser honrado”; “un hombre que oculta lo que piensa no es honrado”.

¡Escuchemos al Maestro!

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