Gioconda Belli: Un viaje al cruento pasado

Se cumple un año del comienzo de la masacre

Entierro de uno de los jóvenes asesinados en Masaya. Foto: Carlos Herrera / Confidencial

Regresé al desolado y sufrido país de mi juventud, otra vez bajo una dictadura, otra vez invencible en su rebeldía.

 

Por Gioconda Belli  (Confidencial)

HAVANA TIMES – Durante cinco años, (2007- 2012), escribí un blog en El Nuevo Diario, que concebí como una bitácora para seguir los pasos de Daniel Ortega en su retorno al poder. Temía lo que iba a suceder. Desde la campaña electoral tuve la certeza de que, si lograba recuperar la presidencia, no volvería a dejarla ya más, que usaría cualquier subterfugio para conservarla.

No me convencían los que decían que, en la Nicaragua surgida después del 90, ya él no podría enraizarse en el poder. Dejé de escribir ese blog en 2012 cuando me sobrevino una deprimente sensación de derrota, de impotencia. El orteguismo avanzaba indetenible, se apropiaba de la conciencia del país, se infiltraba en todos los sectores de la sociedad como un aceite corrosivo para el que parecía no haber antídoto.

Regresé en 2013 a vivir de fijo en Nicaragua, después de una larga temporada en el exterior. Participé en el Grupo de los 27, en denuncias, en marchas en apoyo a los campesinos que protestaban por el canal, pero me entristecía que siempre fuéramos la misma gente en las protestas, que rara vez las convocatorias juntaran multitudes.

En entrevistas a medios dije varias veces que lo de Ortega era una “dictablanda” Lo dije pues no veía que estuvieran gobernando contra la voluntad de la mayoría, ni tampoco con el nivel de represión y violencia que vivimos en Nicaragua con los Somoza. Me causaba extrañeza tanto la complacencia del capital con el régimen, como la apatía y aparente desprecio a la política que expresaban los jóvenes.

Sin embargo, en 2016, el día de las elecciones presidenciales, cuando salí a recorrer Managua para ver con mis propios ojos el nivel de abstención que se rumoraba, y vi los centros de votación vacíos, las calles dormidas de un domingo cualquiera en la ciudad, empecé a albergar dudas sobre mi pesimismo.

Aquello era una señal clara de disonancia entre la apariencia y la realidad. Quizás Ortega, pensé, había traspasado el límite de tolerancia al reelegirse una vez más, impedir la concurrencia del PLI a los comicios, e invocar el fantasma de la dinastía eligiendo sin escrúpulos a su esposa como compañera de fórmula.

El 2 de abril de 2018 viajé de Nicaragua a Italia invitada a un festival de poesía y luego a pasar un mes con una beca en una residencia para escritores cerca de Génova, donde pensaba escribir un guion de cine basado en mi novela Waslala. Llegué a la residencia el 16 de abril. La idea de pasar un mes concentrada en mi trabajo terminó dos días después.

Desde el 18 de abril, Nicaragua, la nación aparentemente embrujada por el discurso empalagoso y diario de amor, cristianismo y progreso de su vicepresidenta, reveló en pocos días el disgusto y hartazgo que venía guardando. La pareja Ortega Murillo, en su afán mesiánico de proponerse como únicos guías hacia la tierra prometida y cerrar todas las avenidas cívicas para la alternancia de poderes y el cambio, se vio confrontada de repente por una explosión social sin precedentes.

Esta vez, en primera fila, no estaban las caras conocidas de la generación de los 70 y 80 sino las de jóvenes universitarios. Igual que muchos, gracias a la tecnología de los celulares, vi horrorizada la paliza que motorizados y viejos disfrazados de “juventud sandinista” le propinaron en el Camino de Oriente al primer grupo que protestó.

El método era similar a la represión en 2013 contra Ocupa INSS, pero esta vez el abuso de fuerza, la impavidez de la policía se dio a plena luz del día y las inequívocas filmaciones de la barbarie se hicieron virales en minutos. Los círculos concéntricos del rechazo a esa violencia crecieron exponencialmente. Salieron más estudiantes y empezaron los disparos. Veintitrés asesinados en los primeros días.

Como un filme de terror, vimos muchachos y muchachas atrincherándose en las universidades, buscando refugio en la Catedral de los feroces antimotines. Vimos a Alvarito Conrado empezar a morir sin poder respirar. Vimos un régimen actuar sin freno, ni compasión.

Inicialmente pudo pensarse que su cálculo era que severo castigo y miedo cortarían de tajo la rebelión. Pero no se detenían. Crecía la furia del pueblo y aumentaban los balazos.

Cuando Ortega retiró la reforma a la ley del Seguro Social, cuando días después, llamó al diálogo, ya eran 65 los muertos, ya la rebelión se había extendido a todo el país y la memoria histórica de enfrentar una dictadura alzó otra vez las barricadas y erigió cientos de tranques.

Viene a la mente la frase de Dickens: “Fue el más cruel de los tiempos fue el mejor de los tiempos”. De las muertes, surgía la voz de las mayorías, la fuerza silenciada del clamor popular repudiando el omnímodo poder. Grandes marchas azul y blanco, al grito de “que se vayan” ocupaban las avenidas.

La tibieza, el miedo y la indiferencia dieron paso a la embriaguez de la libertad de expresar lo que el temor o la indiferencia o hasta la conveniencia había ocultado. El pueblo se hizo presidente y exigió la dimisión de Ortega y Murillo.

Pienso que la respuesta de ellos y de los acomodados sesentones que algún día fueron héroes sandinistas sorprendió no sólo a Nicaragua, sino al mundo. En pocos meses, una generación que no había conocido la violencia se enfrentó con la muerte, la cárcel, las torturas, las heridas, la impiedad del rechazo en los hospitales. La “compañera” siguió hablando vanamente de amor, pero todas las máscaras caían cuando las caravanas de paramilitares entraban a los pueblos a matar.

Se ha dicho y algunos hasta lo hemos pensado que las protestas contra el incendio de Indio Maíz, contra la reforma del INSS, de no ser por la violencia empleada para reprimirlas, no habrían detonado semejante respuesta popular, pero, a la luz de cuanto ha acontecido, pienso que la explosión se habría dado tarde o temprano.

Ortega y Murillo, tan seguros de sí, ya habían perdido la vergüenza, la mínima cautela. El descaro de su proceder legislativo era un juego de apariencias que ya a nadie engañaba. Olvidaron la historia y sobre todo la inteligencia y sagacidad de los nicaragüenses. Pensaron que a punta de luces y fanfarrias nos cegarían y terminaron siendo ellos los ciegos.

Como ciegos actuaron, dando palos a diestra y siniestra, desatando sobre un pueblo, que no se esperó el nivel de crueldad y saña que le dispensaron, la represión más feroz que se ha visto en décadas en Latinoamérica.

Se cumple un año de esa masacre, de esa “hazaña” represiva de la que bufones a su servicio hacen alarde, pero la cacería de jóvenes continúa desenfrenada e indetenible. En un año, Ortega y Murillo despilfarraron los restos del sandinismo antidictatorial, y desnudaron su patológica relación con el poder personal.

El pueblo observa, insiste en sus demandas, pide que le devuelvan a sus cientos de presos, se sienta a dialogar, pero ellos siguen ciegos, tienen miedo, se refugian tras uniformes y fusiles, siguen construyendo la pesadilla que temen y cada día se despojan más y más de su humanidad.

De mi viaje a escribir en otro país, regresé al desolado y sufrido país de mi juventud, otra vez bajo una dictadura, otra vez invencible en su rebeldía.