Extremismo político ¿enfrentar o transformar?

Ilustración: Joven Cuba

Por Ariel Dacal Díaz (Joven Cuba)

HAVANA TIMES – Las cubanas y los cubanos vivimos circunstancias tensas, caldo de cultivo para actitudes y comportamientos extremos. Nuestra realidad nacional no es ajena a un mundo que exhibe, en los cuatro puntos cardinales, conductas políticas de esa índole. Manifestación del quiebre de los pactos que se dieron los poderes fácticos para coexistir durante algunas décadas, síntoma peligroso de la crisis civilizatoria a la que asistimos.

Días atrás, en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, se sucedió un intercambio acerca de los extremismos políticos. Hubo diálogo, análisis y contrapunteo. En paralelo, no faltaron ataques virulentos, antes, durante y después del encuentro; verdaderos casos de estudio para explicar el contenido en cuestión.

Sin juicio de expertos ni conferencias magistrales, jóvenes y no tan jóvenes abrimos el tema a debate, de lo cual quedó claro que es cada vez más urgente tomar conciencia sobre él. Como nota interesante sacada del encuentro, al parecer, los extremos que se develan en el mapa político cubano son parte del problema y no de la solución en el empeño de superar la crisis estructural que vivimos en la Isla.

¿Qué es el extremismo? ¿Cómo se manifiesta? ¿Qué antídotos pudiera tener? Estas fueron preguntas eje que acompañaron un espacio en el que, esencialmente, se compartieron comprensiones diversas y funcionó como laboratorio de ideas y concientización.

Dos de las conclusiones que emergieron de manera colectiva refieren que, de un lado, el extremismo está más presente en nuestro escenario de lo que pudiéramos creer, y, por el otro, que su complejidad y matices demandan un análisis profundo, sistemático y responsable.

Se hace necesario mirar el extremismo más allá del vínculo con actos violentos o terroristas. Ha de observarse, también, en los ámbitos de la cotidianeidad. Es decir, debemos mirar al extremista que llevamos dentro, develar sus características, su origen, sus condiciones sociopolíticas, culturales, psicológicas, sus manifestaciones y sus vínculos con las maneras de hacer política.

Puede decirse, grosso modo, que la condición psicológica del extremismo apunta al desequilibrio entre necesidades y comportamientos, sumado a la incapacidad para regular emociones.

Entre otras variables, este desequilibrio está condicionado por ofertas de sentidos sociales rígidas: el individualismo, el patriarcado, la cultura de la inmediatez y la brevedad; la competencia como regulador social en la que unos individuos vencen y otros pierden; las tensiones que sufren las minorías frente a modelos excluyentes de género, raza, religión, orientación sexual, ideología, origen clasista o territorial; así como el hábito de la sospecha y de la desconfianza.

Por otra parte, tal desequilibrio entre necesidad y comportamiento se verifica en conductas de dependencia hacia un objeto/ideal único: la estética del cuerpo, las relaciones interpersonales, el videojuego, el deporte, el arte, el alcohol, la religión, la ideología, etc. Este genera un impacto en las esferas cognitiva, conductual y social, y tiende a estimular, además, comportamientos contrarios a las necesidades humanas básicas, lo cual incluye a los procesos de socialización.

En tanto conducta, y como carácter específico, distintivo y definitorio, el extremismo se mueve entre opuestos: “todo o nada”, “blanco o negro”, “sí o no”, “amor u odio”, “exceso o carencia”. Necesita, a su vez, de un ser al que eliminar, para lo cual puede volver intrascendente hasta la propia vida.

Su carácter aniquilador opera desde presupuestos ajenos a la razón práctica: negar la existencia de valores de un otro siempre imperfecto, inferior y malvado, así como el desinterés por los valores de la vida social y el desconocimiento de la existencia de límites y normas sociales. De este modo, los pensamientos polarizados que se mueven en una escala extremista obvian o restan importancia a los puntos intermedios o grises que describen la realidad misma.

El extremismo tiene expresiones que complejizan el alcance, estructura y consecuencias de sus manifestaciones. Sus discursos, por ejemplo, develan simplicidad cognitiva al reducir la complejidad de los acontecimientos y aportar interpretaciones incompletas o distorsionadas de las cosas: ideas rígidas de cómo debería funcionar la sociedad, propuestas de soluciones simples para problemas complejos; a su vez, asume como recurso tomar un elemento particular de la realidad para convertirlo en un todo.

Por otro lado, el extremismo dificulta la convivencia con personas que tienen valores que difieran de su convicción; la intolerancia que lo define denota la incapacidad para escuchar opiniones divergentes, al tiempo que entre sus rasgos está asumir una visión propia del mundo en clave de superioridad intelectual y moral. Se hace recurrente que sus argumentos, lejos de contrapuntar con las ideas, se enfoquen en denigrar, destruir la moral, desestabilizar emocionalmente, así como “linchar” en público a las personas de posición contraria, o sencillamente diferente. 

Este fenómeno constituye, cada vez con más evidencia, un problema social, político, ético, lo que demanda una comprensión integral, sistémica. Si bien está claro, por ejemplo, que sus antónimos son la moderación, el pluralismo, el consenso, el diálogo, resulta importante anotar diferencias con otros términos que, en ocasiones, se presentan como sinónimos y que no describen precisamente igual dimensión: el radicalismo, el conservadurismo, el sectarismo, incluso, el fundamentalismo.

El extremismo reprime cualquier diferencia y disenso, rechaza la negociación; constriñe el campo de ideas y actitudes políticas, al tiempo que estrecha derechos; entraña una comprensión del poder concebido en discursos binarios extremos entre “la verdad y la mentira”, “la bondad y la maldad”, “los patriotas y los traidores”; explica el mundo a través de una sola doctrina: filosófica, política, económica, racial, clasista o religiosa. Su carácter esencial, reitero, es la eliminación de las condiciones y modos de manifestación del diferente, lo que incluye su eliminación vital.

El extremismo político se muestra como una suerte de fórmula que, básicamente, combina la ignorancia de algunas personas y la vocación de dominación para el beneficio propio de otras. De esta dualidad se puede suponer que la conducta extremista no es homogénea en su origen y en su potencial transformación.

Si bien hay visiones ideológicas que le son más afines, como aquellas de signo supremacista, el extremismo político no es privativo de las corrientes de derecha o de izquierda. De manera más específica, atiende a conductas políticas, a comportamientos, a un modo de hacer valer intereses concretos que, en los tiempos que corren, tienen identificaciones claras en comunidades de odio y en prácticas de exterminio.

Hacer frente a los extremismos emerge como imprescindible para edificar órdenes sociales que propicien la convivencia justa entre los seres humanos, entre los pueblos, las naciones, las culturas, las religiones. Para tal fin resulta necesario, al menos, comprender sus manifestaciones y las bases en que se sustenta, a través del desarrollo de pensamiento crítico y la socialización creciente del saber que lo potencia.

Hacer frente a los extremismos emerge como imprescindible para edificar órdenes sociales que propicien la convivencia justa.

Una idea polémica de aquel espacio universitario, mencionado al inicio de esta reflexión, apunta a que la cuestión no implica, básicamente, la confrontación con la persona extremista, sino remover las condiciones estructurales que estimulan el extremismo.

Ha de comprenderse que toda conducta humana, individual y social, se aprende, y, por tanto, también puede ser desaprendida. Desde esa certeza, hemos de reconocer que el desafío frente al extremismo no se reduce a una transformación individual, sino social, cultural.

Las condiciones para el diálogo se constituyen en brújula para la superación de preconceptos que colocan a unos seres humanos por encima de otros. La pedagogía problematizadora que deshace argumentos rígidos y simples debe ser un recurso de todos los días y de todos los espacios, para, desde la comprensión del mundo y del lugar que ocupamos en él, ganar en autonomía. La pluralidad debe ser asumida, en su riqueza y amplitud, como base esencial para transformar las condiciones que alimentan el extremismo.

No se remueven las condiciones del extremismo reproduciendo la desigualdad, la opresión, la ignorancia, la exclusión, la limitación de derechos, la asimetría de poder, la democracia raquítica, la política para pocos. No será posible trascender el extremismo con la sustitución de un tipo de dominación por otra, ni con la reiteración del odio para superar al odio.

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