En 1959, el Dorado era un champú y la utopía una estafa
Los políticos no deberían tener ningún derecho a colocar las fantasías de los poetas en su programática electoral ni en sus justificaciones para apoderarse del poder
Por Reinaldo Escobar (14ymedio)
HAVANA TIMES – La principal operación de marketing de ciertas izquierdas políticas a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI ha sido vender un producto inaprensible que lleva la etiqueta de utopía.
Cualquiera que se crea una persona decente debe sentirse un miserable si no comulga con esa quimera que suele asociarse a un horizonte inalcanzable, pero que debe guiar a quienes en lugar de creer que «un mundo posible es mejor» sostienen que «un mundo mejor es posible».
Parece un juego de palabras pero en la diferencia entre una óptica y otra le va la vida a las naciones y a las personas, porque lo que se avizora al final del camino es lo que determina la ruta y la ruta es el día a día, la vida de los que sacan el pasaje para un destino u otro.
Los políticos no deberían tener ningún derecho a colocar las fantasías de los poetas en su programática electoral ni en sus justificaciones para apoderarse del poder. Pocas veces los poetas han convertido sus versos en consignas electorales aunque hayan tomado partido, «partido hasta mancharse» como definía a «los versos necesarios» Gabriel Celaya al decir: «Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos».
Pero los actos en la tierra tienen consecuencias muy diferentes a los gritos en el cielo, porque el tiempo de lo terrenal es humano y el celestial es etéreo. Por eso pudiera decirse que el Edén fue la primera utopía que recogen los libros y, como es sabido, no funcionó por culpa de Adán. El primer ser humano desobedeció las reglas y con ello frustró el plan original. La consecuencia fue que Adán, junto a su larga descendencia, quedó condenado a ganarse el sustento con el sudor, o sea, trabajando.
Carlos Marx, que pocas veces se vio obligado a trabajar para alimentar a su familia, imaginó la sociedad comunista como un sitio donde correrían a chorros llenos los bienes materiales, donde quienes la disfrutarían serían libres de distribuir su tiempo en numerosas actividades recreativas y donde el trabajo dejaría de ser una necesidad para convertirse en un placer.
No resulta exagerado asociar esa utopía comunista al País de los Juguetes de Pinocho, imaginado por Collodi, donde las vacaciones empezaban el primero de enero y terminaban el 31 de diciembre. No había que trabajar ni ir a la escuela, pero los que se dejaban engatusar por estas promesas terminaban convertidos en burros.
Es lícito sospechar que los líderes que promueven estas utopías políticas, ya sea comunismo científico o socialismo del siglo XXI, saben perfectamente que sus promesas de mayor envergadura, las que se fijan a largo plazo, y por las que se exigen sacrificios sin nombre, nunca serán cumplidas. Por eso el triunfalismo se vuelve un denominador común de estos «conductores de pueblos» que a la luz de la buena voluntad parecen ciegos, ingenuos o ilusos, cuando solo son cínicos.
Sobran los ejemplos históricos, literarios y místicos para evidenciar la grosera manipulación a que son sometidos los individuos reclutados en sectas fanatizadas con la ilusión de alcanzar el paraíso en la tierra. Detrás de los lemas, intoxicados de mala poesía para movilizar a las masas, suele encontrarse algún basamento teórico, casi siempre de difícil comprensión, para el consumo de los iniciados. Más atrás, o más abajo, subyace esa verdad inconfesable que ni siquiera se pone sobre la mesa donde los jerarcas diseñan sus ambiciosos planes.
En esos conciliábulos cada uno lleva su máscara y cada uno sabe que el otro también la lleva. Como un espectro invisible se invoca la utopía, se reverencia la memoria de algún padre fundador y se mira con desconfianza cualquier gesto que delate la intención de revelar el gran secreto… hasta que un día la realidad se asoma a la ventana o echa la puerta abajo.