Empezar de cero: maternidad y migración

Foto: El Toque

Por Rachel Pereda (El Toque)

HAVANA TIMES – Desde que llegamos a Estados Unidos el tiempo parece que no alcanza. Tenemos videollamadas pendientes con familiares y amigos. Casi no podemos responder los mensajes por WhatsApp. Hace poco conversaba con una amiga sobre la locura que vivimos con los niños en el nuevo comienzo y me dijo algo que me hizo reflexionar.

Ella también emigró hace un año, pero sola. Me decía que, al principio, era muy difícil la adaptación porque tenías que acomodarte en un entorno desconocido, con un idioma diferente, hacer trámites, buscar la manera de salir adelante… Si emigras con dos niños pequeños la responsabilidad y los obstáculos se duplican.

Atravesar fronteras, hacer un viaje que sabes cómo comienza pero no cómo terminará, dejar todo atrás mientras asumes un futuro incierto es un reto que parece superarte. Es una presión tan fuerte que, por momentos, agobia.

Mi amiga hizo que me diera cuenta de que atravieso (atravesamos) dos procesos difíciles a la vez: migración y maternidad. Uno se sustenta en el otro para avanzar y ambos te exigen nuevas maneras de reinventarte.

¿Dónde está mi identidad?

Las personas construyen un espacio seguro, estabilidad y rutinas a medida que crecen. Quizá por esa razón es tan difícil salir de la zona de confort y arriesgar el entorno en el cual uno se siente a salvo.

Emigrar se presenta, entonces, como un proceso de grandes transformaciones. Emigrar es volver a nacer mientras se atraviesan duelos internos que aparecen cuando se deja atrás lo que ofrecía sensación de seguridad, de «estar en casa».

Las personas que emigran, más allá de las razones particulares de su historia, buscan mejorar la calidad de vida, pero no es fácil el choque con la realidad en un país distinto con un entorno social y cultural diferente. La maternidad también es un proceso que transforma. Se renace junto a los hijos, se empieza de cero y uno se desprende de la vida que conocía hasta el momento.

La maternidad nunca estuvo entre mis planes inmediatos. Cuando decidí (decidimos) tener a Daniel mi vida tuvo difíciles cambios que implicaron renunciar a mis sueños para dedicarme a su cuidado. Luego, en menos de dos años, llegaría Emma, lo que supuso nuevas responsabilidades. Volvieron las noches interminables de cólicos, de llantos, las preocupaciones se multiplicaron, los miedos, el estrés.

Nadie te prepara para ser madre o padre, aunque se planifique con tiempo y se tenga cuarenta semanas para hacerse una idea de lo que viene. Nada se compara con la realidad, con el jarro de agua fría que te tiran encima al ponerte en los brazos un bebé que depende de ti para sobrevivir.

¿Qué hago ahora? ¿Cómo le cambio el pañal? ¿Está respirando bien? ¿Por qué llora? ¿Tendrá gases? ¿Cómo hago para que expulse los gases? Un millón de interrogantes que se juntan con las ojeras y las malas noches. Tienes que improvisar, soltar lo que no puedes controlar y disfrutar en medio de la locura.

Por eso te cuestionas cada decisión, cada paso; no se trata solo de ti y de lo que imaginas que es mejor desde un punto de vista individual, sino de la familia que creaste —y como es lo que más amas, el temor a arruinarla es un fantasma que te castiga de manera cíclica—.

Las prioridades se modifican por completo. Hay cambios en el pensamiento y el estilo de vida, pues la maternidad tiene fuertes vínculos con los conceptos de protección y amor.

En medio de tantas responsabilidades, tomar la decisión de emigrar por tus hijos remueve las fibras sensibles. No das margen a los errores, te exiges y luchas contra los traumas para salir adelante.

Cuando migración y maternidad se toman de la mano te sacuden de una manera tremenda. Sientes que, de algún modo, pierdes tu identidad.

Ambas experiencias tienen mucho en común. Te obligan a salir de la zona de confort y adaptarte a nuevas rutinas en un contexto desconocido. Asumir conciliaciones en la trayectoria evolutiva personal es convierte en un paso esencial.

Cuando llegamos a Estados Unidos, con dos niños pequeños y un millón de sueños, tuvimos que reinventarnos y acomodarnos en el escenario que escogimos para tener nuestro hogar.

La maternidad también depende del contexto en el que se desarrolla. Por tanto, cuando el contexto cambia, cambian las maneras de ser madre. No se trata solo de un «cambio de dirección», sino de una serie de trastoques socioculturales en cada área de la vida personal y profesional.

Se arrastran los valores y la cultura de origen para inculcarla a los hijos. Las negociaciones identitarias, lo que se deja atrás y lo que se descubre al llegar a un nuevo país desorganiza lo que hasta el momento uno tenía incorporado al ser.

Llega el desapego, se siente que no perteneces a ningún sitio. La confusión de identidad obliga a asumir diferentes maneras de pensar, de hacer y de vivir.

En medio de la crisis individual hay que asumir la maternidad e intentar que los hijos sientan lo menos posible el cambio brusco. Hay que educar, enseñar, mantener tradiciones, construir un nuevo hogar, asentarse.

Yo tengo que hacerlo con dos pequeños que van creciendo y tienen individualidades y necesidades propias de la edad. La rutina es de locos. Aquí se amanece temprano después de madrugadas de sueño intermitente. En mi mente intento organizar un horario y establecer hábitos. Pero cada día es una sorpresa.

La incertidumbre: apropiarse de lo desconocido

Fui mamá por primera vez en 2020 de un pequeño llamado Daniel, en plena pandemia por la COVID-19. Desde entonces todo cambió para siempre, mi cuerpo y mi manera de ver la vida. Surgió una fortaleza indescriptible que no sabía que habitaba en mí, y viví (vivimos) distintos momentos que me (nos) llevaron a emigrar.

Cuando llegó Emma en 2022 supe que teníamos que encontrar la vía para salir del país y construir un mejor futuro para nuestros hijos. Además, quería ejercer mi profesión, a la que había puesto en pausa cuando comenzaron las citaciones policiales, luego de que decidiera ser periodista independiente.

Por mi familia dejé de escribir y me dediqué al cuidado de los niños. Pero sabía que nuestro futuro no estaba en una Cuba —que duele como si fuera un hijo enfermo a quien no puedes salvar—.

La fortaleza que surge cuando uno se convierte en padre es la que ayuda en el momento de emigrar. Nosotros pasamos de estar encerrados por la pandemia, por el miedo a contagiarnos, a cruzar fronteras, dormir en el piso con los niños y atravesar ríos y selvas en busca de nuevas oportunidades.

Cuando emigré me sucedió algo muy parecido a cuando me convertí en mamá.

En el instante en el que descubres que vendrá una persona a tu vida que necesitará de ti, comienzas a leer libros, a trazar planes, a organizarte; pero cuando tienes al bebé en brazos olvidas todos los manuales. Tienes una idea de lo que sucederá, de lo que debes hacer, pero la realidad te obliga a improvisar, a aprender (y aprehender) en el camino.

Con la emigración sucede igual. Trazas metas en tu cabeza, proyectos, planes; pero cuando llega el momento tienes que aprender en el camino, sin manuales y sin instrucciones.

No sé si ser mamá me ayudó en el proceso de emigrar, o si emigrar me ha hecho una mejor mamá. En ambas experiencias tuve (tuvimos) que cargar con el peso emocional de empezar de cero y romper con la cotidianidad que tenía establecida para construir un hogar sobre los cimientos de la incertidumbre.

Con el tiempo todo se acomoda, y poco a poco uno se apropia de nuevas rutinas, mientras establece prácticas familiares que permitan llevar los procesos a la vez.

Sin embargo, es difícil. Los inicios son difíciles. Parece que damos los primeros pasos junto a la pequeña Emma que está aprendiendo a caminar. De alguna manera, también aprendemos a caminar y a sostenernos y crecemos juntos mientras intentamos hacer nuestro el país que nos acogió.

Lea más desde Cuba aquí en Havana Times