El último tren

Por Amrit

Venedeoras de mani y rositas de maíz. Foto: Elio Delgado

HAVANA TIMES, 19 dic.  — Cuando veo a los viejitos en la calle vendiendo cucuruchos de maní, o jabas de nailon (bolsas platicas), o cualquier bagatela, me acuerdo de aquella anciana de la película “Suite Havana.” de Fernando Pérez, quien aparece entre los cubanos de carne y hueso, que no son actores y se debaten ante el duro reto de la supervivencia en un “período especial” interminable.

En los créditos donde estos personajes filmados en su rutina real, confiesan sus sueños, la anciana revela que “Ya no tiene sueños.”

Y cada viejito sentado en una esquina, o en un portal de mercado, desplegando sus mercancías con manos maltratadas por el trabajo y el tiempo, me parece haber perdido el último tren, el que aún podía desmentir la sensación de haber sido estafado por la vida.

Mi padrastro murió hace unos meses de un cáncer de páncreas, con la misma impresión.   Su sueño de visitar a su nieta en Miami se disipó por completo en el ambiente del hospital Calixto García, entre los enfermos y los pinchazos, la mala comida y la indiferencia de las enfermeras.  Su única hija carnal pisó el aeropuerto de la Habana tres horas después del momento en que él quedó inmóvil en los brazos de mi hermana mayor.

Ahora, lidiando con la tristeza de mi madre que no encuentra qué hacer entre los límites de una larga neuropatía y los retos que le dicta (una vez más), la sobrevivencia, soy yo la que le reinventa sueños.

Le busco libros, canciones viejas, películas… “En esta hay imágenes de Suiza, mami, el país que siempre soñaste visitar.” le digo, y con el tiempo que me garantiza el nuevo espejismo me pregunto si aún podré (aunque ya hace años renuncié a mi sueño de recorrer el mundo), conseguirle una invitación al país que en su juventud parecía tan cierto, tan accesible.

Un amigo me comenta angustiado que además de las exigencias de su trabajo como carpintero y las demandas de su niña de dos años, tiene que ingeniárselas para atender a su padre, quien ha perdido la voluntad de vivir (o los sueños) y no tiene ánimos ni para  limpiar la casa… Me cuenta que la depresión comenzó cuando él creyó que tenía un tumor, y aunque ya esta posibilidad se descartó con exámenes y diagnósticos, el tumor virtual todavía persiste y se ha expandido en forma de tristeza.

Sentada en una parada de Alamar, vuelvo la cabeza al escuchar:

“Los viejos de allá se ven diferentes, mucho menos estropeados.”

“Oye, si mi hermana fue de visita y cuando vino se había quitado diez años de arriba.”

Son dos ancianos.  Un joven que también escucha el diálogo, se ríe.  Desde su juventud, cualquier país se ve probable: hay todavía muchos trenes en su andén.

Pero me interesa aclarar que no tengo la opinión de que los viejos de Miami, (menos estropeados en las fotografías) sean más felices.  Tal vez sí, tal vez no, porque la tristeza nos puede alcanzar en cualquier país.

Pero sí creo que una persona tiene el derecho de mirar su vida desde la tranquilidad de haber trabajado para conseguir algunos sueños, aunque la existencia siempre impone prioridades, pero un largo servicio a la sociedad no puede dar como fruto morir de un retiro, más que vivir, mientras hay que inventar ¡todavía! alternativas que siguen confinándonos al radio de subsistir, donde  aún no se puede soñar, pues se precisa pasar del mero instinto de mantener un cuerpo funcionando.

Justo donde las necesidades básicas terminan, empiezan los sueños.

Como si estuviera yo en un tren con alas que vuela sin prisa (como si a mí misma  me quedara mucho tiempo) miro a los viejos de mi ciudad y quisiera montarlos, uno a uno, antes de que un cáncer o una melancolía se los lleve a otra parte.

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