El totalitarismo que estamos padeciendo en Nicaragua

Caricatura: PxMolina / Confidencial

El totalitarismo ha penetrado en nuestras vidas bajo la forma del miedo, pero no debemos desconocer las formas de resistencia que miles practican

Por Silvio Prado (Confidencial)

HAVANA TIMES – (El totalitarismo es una forma extrema de dictadura que se propone lograr) “la dominación permanente de cada individuo en cada una de las esferas de la vida”, Hannah Arendt.

Les propongo un ejercicio sencillo: revisen el perfil de cada una de las personas que han sido desterradas de Nicaragua en los últimos cuatro años con el foco de la definición de totalitarismo que encabeza este artículo y verán que no es una exageración afirmar que en Nicaragua padecemos, sufrimos y resistimos un régimen de dominación totalitaria.

Entre los últimos 135 hay un profesor universitario que le dio un like a una foto de Miss Universo, una muchacha que imprimió una foto de un sacerdote preso, pastores evangélicos, muralistas, una miembro de un coro religioso, y así podríamos seguir una larga lista de personas que solo se comportaban como lo hace cualquiera en la vida cotidiana. Ninguna de ellas fue capturada por pertenecer a una organización armada ni por asaltar bancos o asesinar, como tampoco fueron capturadas con armas ni explosivos. Simplemente fueron apresadas por vivir cada una en sus esferas de la vida privada.

Estos son los extremos que alcanza el totalitarismo: la dominación de cada persona en cada espacio de su vida en todo momento. Es decir, todo: toda la vida, todas las actividades humanas de todas las personas. De allí la derivación de su nombre: totalitario. Para llegar a ello el totalitarismo pulveriza de manera radical e incesante toda expresión de los derechos humanos.

Como recuerda Hanna Arendt, la declaración de los derechos del hombre a finales del siglo XVIII implicó poner al ser humano en la fuente primaria de la ley y no en los dioses ni en las costumbres de la historia, y como esta transformación implicaba la protección de los individuos frente a “la nueva soberanía del Estado y la nueva arbitrariedad de la sociedad”, el jerarca totalitario acabó con esa barrera protectora.

Esta ha sido la ruta seguida por el orteguismo. Primero aplastó el derecho a elegir y a ser electo con los fraudes sucesivos en 2006, 2008, 2011 y las elecciones siguientes. Después eliminó los derechos colectivos a manifestarse, a protestar y a organizarse, y la libertad de prensa; y como aún quedaban las esferas individuales, se lanzó contra el ámbito privado para penalizar con las leyes punitivas de 2020-2021 los derechos a pensar y a opinar libremente.

El colmo de este desenfreno totalitario ha sido la reciente reforma del Código Penal para perseguir hasta su último rincón la libertad de pensamiento expresado a través de las redes sociales y los dispositivos móviles, tanto dentro como fuera de Nicaragua. O sea, que esta forma extrema de dictadura que es el orteguismo no solo pretende dominar (y criminalizar) una esfera de la actividad humana que quizás Arendt nunca identificó, como es el pensamiento en voz baja, sino que además aspira a meterse cual gusano informático en las formas más modernas de la comunicación humana donde quiera que cada persona se encuentre.

Esto último sí que Arendt, en su voluminoso trabajo “Los orígenes del totalitarismo”, nunca lo imaginó: que un dictador totalitario llegara a querer dominar a todas las personas que viven fuera de las fronteras de su reino sin necesidad de utilizar la fuerza armada ni organizaciones satélites, como las que tuvieron Hitler y Stalin.

Pero Ortega no necesita de una ni de otra. Su estrategia de dominación totalitaria es el miedo, una estrategia que hasta hoy ha sido exitosa, al menos con la comunidad nicaragüense dentro y fuera del país, contraria o a favor de su régimen.

Aceptémoslo: el orteguismo ha logrado atemorizar a los nicaragüenses donde quiera que se encuentren a niveles incompresibles, algo que ninguna de las dictaduras que hemos sufrido había logrado. El miedo se ha pegado a la piel de muchos compatriotas como una capa viscosa que no les deja respirar, que les obliga a autocensurarse para no expresar lo que piensan ni en los ámbitos más confiables, en la familia o en círculos cerrados de las amistades más confiables.

Es el miedo que ha calado en el instinto de hablar en voz baja aun cuando están fuera del país a miles de kilómetros de los represores; el miedo como alimento de la desconfianza hacia los demás, de la paranoia de ver posibles agentes hasta debajo de las piedras y, por qué no, el miedo que anida en las actitudes mezquinas y sectarias que impiden la confluencia de incluso las iniciativas más prometedoras contra la dictadura.

Así como antes de 2018 la dictadura requirió de aliados a izquierda y derecha para forjar los cimientos del totalitarismo que hoy sufrimos, el miedo que paraliza, el miedo que amordaza, es también el miedo que otorga callando lo que se sabe, es el miedo que prefiere fingir demencia ante las evidencias y dejar que sean otros quienes tomen el riesgo de denunciar, de protestar, de ejercer el legítimo derecho a la conspiración contra semejante forma extrema de tiranía.  

Reconozcámoslo: hasta hoy hemos dejado penetrar el totalitarismo en nuestras vidas bajo la forma del miedo. Esta ha sido la clave para dominar permanentemente cada una de las esferas de nuestro mundo. Sin embargo, aceptar que ello nos haya convertido en cómplices por omisión del deber de protestar sería desconocer las distintas de formas de resistencia que cada día miles de personas practican sobreponiéndose al miedo. La dictadura lo sabe; por eso cada día inventa nuevas leyes para seguir ahogando los espacios que aún quedan libres de su dominación.

Pero este cierre de espacios también tiene sus inconvenientes. Cada nueva ley, cada nueva restricción paradójicamente implica una ampliación del círculo de la represión en que han empezado a entrar antiguos aliados, ex ministros, ex policías, ex militares y antiguos fanáticos de sus bases de apoyo. Las listas de excarcelados y las purgas continuas revelan que nadie está a salvo. El totalitarismo es contra todos porque es para unos pocos. Esto también está en su esencia histórica: purgar, encerrar en campos de concentración y en gulags, fusilar y desterrar.

Frente a esta deriva totalitaria no cabe ningún resquicio de dudas aunque a veces nos pueda vencer el miedo. Las protestas de 2018 dejaron lecciones que no deben ser olvidadas, menos aún por un pueblo que lleva siglos luchando contra sátrapas: perder el miedo es el primer paso para expulsar la dominación permanente de cada una de las esferas de la vida de cada persona. Hacer el diagnóstico acertado es necesario para vencer el mal: en Nicaragua padecemos un régimen totalitario que no merece nuestro silencio.

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