El tiempo muerto en Cuba

Por Jesús Jank Curbelo (El Toque)

Foto: El Toque

HAVANA TIMES – Hacía como tres meses que no llegaban medicamentos, pero ayer entraron, así que esta mañana hay mil personas afuera de la farmacia. El sol entra al portal por todas partes y deja sombra detrás de las columnas. Los primeros se enfilaron ahí; los demás dieron el último desde los árboles de la acera de enfrente.

Ya son casi las diez de la mañana. La calle está vacía y súper triste. El paisaje roto y militarizado. Lo único que hay son policías en las esquinas y gente haciendo colas. Yo llegué a las ocho para comprarle ciprofloxacino a mi madre, que está mal de los riñones. Se lo recetaron hace dos semanas. Fue a no sé cuántas farmacias y nada. Lo puso en Facebook por si alguien tenía. Y nada.

Ayer aquí me dijeron que hoy iban a empezar a despacharlo. Menos yo, todos en la cola tienen más de 60 años. Un hombre de 70 lleva horas en el teléfono público. Repite la lista de medicinas que está pegada al cristal y anota lo que le responden.

 Hay otro teléfono en la pared, pero cuando una mujer trató de usarlo le tragó la peseta. Es una mujer gorda con las piernas venosas. Se le marca más dolor en los ojos que al cubano promedio. Ahora está en dos colas a la vez: la farmacia y el teléfono. Cuando le toca llamar, marca con prisa.

–Hay omeprazol. No me alcanza el dinero. ¿Tú puedes traerme 50 pesos?

–…

–Ah, no, entonces no.

Cuelga. Se tapa la cara con las manos. Me dan deseos de darle el dinero, pero lo traigo exacto.

Dos mujeres:

–El enalapril yo lo compré el lunes. Y ahora fue que apareció el omeprazol.

–Mira mi tarjetón. Desde junio no puedo coger nada.

–¿La dipirona que hay es mexicana? ¿Cuántos pomos dan de picosulfato?

Me aburro mucho y la cosa se extiende, porque las que despachan tienen que llenar 500 formularios y recontrarrevisar las recetas y no sé qué más.

Un hombre abre despacio una caja de cigarros Criollos. Una pareja sale de la farmacia y baja de manos por la avenida, camino al parque donde hacen taichí (lucen sus pulóveres del club de abuelos). Otros repasan la lista de medicinas: llevan horas en esto y no tienen qué hacer con tanto tiempo muerto.

–Cuando salga de aquí voy a ver dónde hay pan.

–Antier yo hice una cola y compré todo el que pude, porque después sabrá Dios cuándo sacan. Dentro de dos o tres días lo hago tostadas.

–A mí me gusta el pan duro, pero imagínate, vale diez pesos.

Ahora estaba pensando que mi abuela nunca ha comido tacos ni sushi ni ha visto un avión por dentro. Mi madre tampoco. Dos generaciones. Trabajan y trabajan y apenas pueden comprar la comida. No han visto nada. No conocen nada. Su mundo se resume en cuatro cuadras: los edificios, la panadería, la escuela, el terraplén, el punto del gas, la parada, la bodega. El cupet y la shopping parecen oasis capitalistas.

Ahí nacieron y ahí mismo viven, como las madres y abuelas de mis amigos de infancia. Las fronteras de su mundo son las mismas fronteras que dividen los CDR.

A las casas que están a dos kilómetros les llaman “allá atrás”, como si fueran comarcas lejanas. De vez en cuando salen al Vedado como ir de vacaciones. Les va a tocar morirse sin saber cómo es Francia ni un edificio más alto que el Focsa.

En algún momento la Revolución detuvo la historia de Cuba y todos los que tenían 20 años en ese momento, siguieron viviendo el mismo día en bucle, el mismo día tras el mismo día.

El tiempo siguió pasando por el mundo y toda esa gente envejeció ahí, como la loca del muelle de San Blas, si no pudo huir a tiempo. Mi madre y mi abuela son parte de esa gente. Cuba las engañó y en ese proceso les comió la vida.

También estaba pensando en mi tía, que ahora tiene 60. Ella vivió en una casa cayéndose en un campo de Artemisa hasta que mi primo se la llevó a Miami.

Me imagino su cara en el avión, durante el aterrizaje. Miami desde el cielo le debe hacer parecido otra galaxia, un mundo nuevo, una cosa asombrosa. Todavía no se acostumbra a la cantidad de luces ni a la velocidad del expressway. Ella sigue campechana.

Su casa es grande, con un lago y eso, pero conserva el feeling de la otra. Mi tía de vez en cuando ahorra dinero y se va un fin de semana a Colombia o a Nueva York. No sabe cómo es Francia, pero ya sabe a qué saben los tacos y cómo comprar sin cash y cómo huele Paco Rabanne. Lleva años sin hacer una cola. Mi tía está aprovechando el tiempo. Mi madre y mi abuela no van a hacerlo si no me apuro.

La mujer de las piernas venosas se asoma a la puerta de la farmacia y pregunta por jabón medicinal, aunque alguien había preguntado antes. Hace un paripé y se marcha calle arriba.

 Después me toca. Hay dos despachadoras. La que me atiende se tarda mil años en encontrar la cipro en los estantes. La otra está todo el tiempo en el teléfono. Hay rocanrol supongo que en la radio. Recojo los dos blísteres y pago.

–¿No sabes cuándo vuelva a entrar?

–Ni idea.

Camino a casa, en el parque Wifi, el club de abuelos practica taichí, formados en cuadro. Se mueven despacio, al ritmo que indica el entrenador. Mi abuela no tiene tiempo para esas cosas. Con sus 80 años se levanta a lavar para la calle.

 No puede dejar que la vida le corra a ese paso lento, porque no le alcanza con la chequera ni con lo poco que podemos darle. No tiene ni siquiera garantías ni seguridad. Ni un dinerito ahorrado. Trabajó desde niña, pero su trabajo no valió nada.

Da miedo envejecer en este país.

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