El país de los villanos de James Bond

Fotograma de ‘Octopussy’, el filme en que 007 tiene la misión de destruir una base en Cuba.

Por Xavier Carbonell, Salamanca (14ymedio)

HAVANA TIMES – Solo una vez en mi vida he estado en la misma ciudad que James Bond. Era La Habana. O mejor dicho, la falsa Habana de malecón sin morro que fue Cádiz en Die Another Day. Estando en Cádiz volvía a la capital de mi país imaginario, al que 007 viaja en busca de un asesino norcoreano que quiere cambiarse el rostro en una inverosímil clínica castrista. De la playa de La Caleta –donde gasté un puro– emerge Halle Berry, con un bikini de 1962 copiado a Ursula Andress, mientras Pierce Brosnan la espía con unos binoculares desde el pabellón del balneario.

Bond llega a La Habana de cartón y entra a una tabaquería. No podía ser de otra manera. Tabaco, carros viejos, mujeres y bebida –y ese color amarillo con que los europeos imaginan el trópico– hacen de Cuba la madriguera ideal para los hombres de Moscú. Hay banderas cubanas, pioneros y carteles con Camilo Cienfuegos en cada pared, además de jineteras decorativas. La tabaquería –en realidad el Mercado de Abastos de Cádiz– pertenece a un tal Raoul (es el actor mexicano Emilio Echevarría), al que 007 tiene que presentarse con una contraseña: quiere fumar Delectados, una rara marca –falsa también, aunque los dominicanos intentaron patentarla– que no se fabrica desde que Castro se hizo con el poder. 

Raoul, de traje y corbata, lo espera en una terraza con vistas a la catedral –de Cádiz, de La Habana o de Cabana, ya no sé dónde estoy– y ahí desliza una advertencia antitabaquista: para fumar Delectados hay que tener licencia para morir, no solo para matar. Bond, que lleva décadas fumando puros, le espeta que sabe bien el riesgo que corre. Los Delectados tienen una peligrosa capa de tabaco volado que «quema lento y nunca se apaga». Contraseña aceptada.

Se supone que Raoul –ferviente comunista, sabremos luego– es un informante del MI6, el servicio secreto británico, infiltrado en la corte de los Castro, y acaba por delatar al norcoreano. El terrorista, que no turista –el chiste es de 007 y suena mejor en inglés–, está en Los Órganos, un centro que estudia cierta terapia de genes para «alargar la vida de nuestros amados líderes». «Habremos perdido nuestra libertad con la Revolución», comenta Raoul, «pero tenemos un sistema de salud como ningún otro en el mundo». Bond alza las cejas. El espectador también.

Durante más de 50 años y tras 25 películas, Cuba siempre ha formado parte de la geografía rocambolesca de James Bond. La imposibilidad de hablar mal de Castro en el feudo de Castro ha sido fecunda para la imaginación. Si Cádiz es La Habana, Londres es Santiago de Cuba y Puerto Rico es Guantánamo. Miami, por suerte, siempre ha sido Miami.

En 1964, el malvado millonario Auric Goldfinger le confiesa a 007 que el fracaso de sus planes no le deja otra opción: «En dos horas más o menos estaré en Cuba». Si el paraíso tropical había hospedado pocos años antes a Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, ¿por qué no iba a hacerlo con otro incondicional del Kremlin? No pudo ser. Tras un forcejeo con Sean Connery, el primer 007, Goldfinger acaba estampado sobre suelo americano y Bond puede, por fin, cumplir su verdadera –y archicriticada– misión: seducir a Pussy Galore, una lesbiana que se le resiste durante toda la película.

(Nadie va a James Bond en busca de corrección política. No obstante, la presión por volver a Bond menos machista, menos fumador y menos alcohólico ha dado frutos –ahí está No Time To Die, de 2021, para demostrarlo– y los propios filmes contienen su autocrítica. En 1995, cuando Judi Dench se estrena como jefa del MI6, recibe a Bond con poco cariño: «Eres un dinosaurio misógino y sexista, una reliquia de la Guerra Fría». Y esto se lo dicen los amigos.)

Roger Moore, el actor que más películas de 007 hizo, fue también un irredento fumador de puros Churchill y cumplió varias misiones en Cuba –la falsa Cuba–. En Octopussy, de 1982, Bond entra y sale ilegalmente del país. Ignoro si el filme llegó a verse en La Habana, pero si fue el caso, habrá excitado la imaginación migratoria de muchos. 007 pretende destruir una base militar del Ejército cubano a cargo del general Luis Toro, a quien asesina. El conspiranoico disfruta con ese nombre: en 1982, el jefe del Estado Mayor era el fidelísimo Ulises Rosales del Toro. Todo acaba en explosiones y misiles.

Disfrazado con el feo uniforme de las Fuerzas Armadas, 007 da con el artefacto que lo sacará de Cuba: un Bede BD-5, el avión más pequeño del mundo. A Bianca, una mulata que lo ayudó, la despide con una típica promesa: I’ll see you in Miami. Mirando atónito la fuga de Bond se queda Fidel Castro, una especie de hippie peludo que empuja a todos al caminar. Un soldado con acento guatemalteco o salvadoreño se atreve a darle el aviso: «El inglés se escapó». Pocos años después, Castro –el verdadero– vio a la ficción entrometerse en realidad cuando el piloto Orestes Lorenzo repitió, en un rutilante MIG-23 del Ejército cubano, la ruta de James Bond.

Fidel Castro ha sido el villano más silencioso de las películas de James Bond y de alguna manera inspira al resto. Cabeza de una red de criminales como Ernst Stavro Blofeld, dictador tropical como el doctor Kananga, científico frustrado como Julius No, militar sangriento como Ourumov, ¿qué rol no ha interpretado el comandante? Cuba también ha dado un matón barato y una chica Bond, pero de ellos hablaremos otro día.

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