El hastío de un país y una ciudad
Por Persona Protegida* (El Toque)
HAVANA TIMES – Mi última Nochevieja en La Habana fue en 2019, unos meses antes de declararse la pandemia de coronavirus en Cuba. Luego vinieron los embates finales de la “Coyuntura”, la reunificación monetaria, la Tarea Ordenamiento, las colas, las “brigadas de lucha contra los coleros” (LCC) —y más tarde su disolución—, y las listas y números de racionamiento, los apagones, las manifestaciones ciudadanas, los juicios y condenas contra los manifestantes del 11J, leyes represivas y de aleccionamiento, y otras para cosmetizar las primeras.
Aunque la isla siempre ha sido un terreno convulso donde cada semana anuncian una medida económica, decretan una ley o sale a la luz una información que cambia de forma trascendental la vida de muchos, era difícil imaginarse el rumbo que tomaría la sociedad en los últimos tres años.
Desde mi última Nochevieja en Cuba las casas de mi cuadra no han cambiado mucho, no así sus habitantes. En un sitio bullicioso de La Habana periférica, mi barrio tiene una quietud fuera de lo normal, una atmósfera que no podría describirse únicamente como tranquila, sino que tiene componentes de hastío, cansancio, evasión y vacío.
Del lado de la acera donde se ubica mi casa, solo la vivienda a la derecha está habitada. Salvo mi vecina, mi familia y un puesto de viandas en la esquina, el resto de la calle está vacía. Algunos vecinos han muerto, pero la mayoría ha emigrado y dejado sus pertenencias detrás, en una venta que cada mes baja un par de cifras por la ausencia de compradores.
La familia numerosa de la acera de enfrente también se fue de a poco y solo queda una tía. El garaje con el taller automotriz está totalmente vacío. Mi vecina no se lamenta, dice que ya puede dormir la siesta sin que el reguetón la despierte, que ahora parece que vive “en una villa”.
La conversación entre la gente del barrio también ha cambiado. El tema principal es la actualización sobre quién se ha ido esa semana “a ver los volcanes”, quién se ha ido “por travesía”, quién “está en la frontera”.
Todas las personas con las que hablo tienen un pariente o conocen a alguien que ha realizado uno de estos viajes, ya sea a pie por la selva, en balsa por el mar o en un vuelo directo. Cuentan con aires de hazaña su costo, duración, algún contratiempo o riesgo, y la forma de asimilación en el destino.
En España, Estados Unidos, Serbia o México sentencian triunfantes que su conocido “ya está trabajando”, “mandó a buscar a su familia”, “ya se buscó una renta”.
Las ocupaciones también han variado. Entre los vecinos existe una red de contactos que los mantiene al tanto del número por el que va la entrega de alimentos racionados que, aunque no pertenecen a la libreta de abastecimiento, se entregan mediante esta, con un ticket asignado y un carné de identidad domiciliado en el núcleo familiar.
El desgaste físico y emocional que conlleva estar pendiente a la distribución y a las colas de picadillo, pollo, detergente, que se entregan por separado durante cada mes tampoco es cuestionado. En su defecto, existe la sentencia popular de que es así “como nos mantienen entretenidos”, haciendo referencia al Gobierno.
Por el número de racionamiento se debía recibir la carne de cerdo por fin de año, pero las concentraciones de personas para comprar fueron tan grandes que muchos optaron por no adquirirla. Además, el cerdo se vendía por piezas, lo que hizo la distribución muy desigual y para algunos hasta desventajosa.
En dos puntos de venta en San Miguel debieron retirarla después de empezada su comercialización por estar en descomposición. La nueva medida de las listas de racionamiento, que reemplaza a los llamados LCC (brigadas de lucha contra coleros), tampoco los erradica. En días en que se deben despachar entre 80 y 100 números, por ejemplo, la venta ocurre por orden de llegada según los turnos asignados, y a veces los últimos tampoco alcanzan.
Como medida de sanidad muchos eligen no sucumbir a la ansiedad de vivir a cuentagotas el día a día, y celebraron de forma sencilla, pero sin tener que madrugar en colas. La ecuanimidad es mayormente un privilegio para los que pueden permitirse evadir el sistema de racionamiento.
La carne de cerdo que no se vende de forma racionada por el Estado cuesta más del doble, unos 480 pesos (CUP) la libra.
En estos mismos puestos, en las ferias municipales o en los agromercados, los precios tampoco varían demasiado: una ristra de cebollas blancas puede llegar a valer 1 000 CUP, una jaba (bolsa) de cinco panes redondos, 350 CUP, un pomo de mayonesa, 380 CUP. Mientras, en una fonda particular donde almuerzan varios trabajadores, un plato estándar oscila entre 300 y 600 CUP y en un restaurante no estatal sencillo, entre 500 y 1 200 CUP. Para un salario mensual mínimo de 2 500 CUP, los gastos de alimentación que superan los 6 000 CUP son un desafío a la subsistencia.
Sin embargo, esta no es la única realidad en una ciudad —La Habana— donde parecen convivir muy diferentes formas de vida a pesar del discurso oficial que se empeña en allanarlas.
En los mismos días en que se esperaron con persistencia la entrega gratuita de tabacos, cigarros, ron (incluso para quienes no beben ni fuman, pero los revenden), o un combo de arroz, azúcar, espaguetis y chícharos, o la mencionada carne de puerco, en la tienda de 3ra y 70 en Playa, podían comprarse lomo y pierna de cerdo a precios entre 30 y 70 MLC (dólares magnéticos).
Otros habaneros acondicionan su día a día con el uso de varias apps: La Nave para transportarse por la ciudad, Mandaopara ordenar comida hecha o alimentos preelaborados, y grupos de Telegram para encargar a domicilio productos agropecuarios, o de Whatsapp para medicinas importadas y artículos de higiene.
La opción de ordenar desde casa, aunque reservada para un mínimo de la sociedad, parece ser la más recomendable, a juzgar por las advertencias de todos: no andar solo de noche, ir por calles transitadas e iluminadas, no sacar el celular en público, no usar joyería que llame la atención, no abrir la puerta a personas extrañas si se está solo en casa, aunque se identifique como cobrador, fumigador, etcétera.
Las “prioridades alimenticias” imposibilitan otros aspectos de la vida. Un amigo al que no veía hacía tiempo postergó su visita durante todo un día por estar en trámites y colas inaplazables (una vez que llega un producto refrigerado a un punto de venta que no tiene las condiciones para mantenerlo, la compra debe ser inmediata). Al final, cuando pudo liberarse de sus ocupaciones, decidió esperar al día siguiente porque “ya se había hecho tarde y no era seguro andar por estas fechas y a esta hora solo en la calle”.
La elevada criminalidad, los precios inaccesibles y las ocupaciones diarias para conseguir comida más barata pudieran ser algunas de las razones por las cuales las calles de La Habana, cuando siempre hubo cubanos festejando, estén desiertas. Con las excepciones de las personas en diferentes modos de espera y colas, incluso los puntos de recreación más frecuentados en el Vedado o La Habana Vieja resultan más solitarios que de costumbre. Aún cuando existen ofertas culturales durante los fines de semana, casi siempre tienen una concurrencia ridícula.
Justo antes de Navidad, un sábado a las 10:00 p. m. un DJ ponía música frente a la Casa de las Américas con tres policías como únicos espectadores. El fin de semana siguiente, en pleno curso del Festival Nacional del Humor Aquelarre, el cine Yara tenía solo sus seis primeras filas ocupadas. Los asistentes se reían de los temas en boga: el racionamiento, la moneda “dura”, “los volcanes” y los diferentes ritos religiosos para lograr “hacer la travesía”.
La Habana es la capital de un país donde la realidad toca todos los resortes plausibles del sentido común, del orden social, del imaginario popular. Un día un bodeguero vende los mandados de sus vecinos y se va al exterior con lo recaudado, dejando a sus clientes sin la cuota del mes. Otro día el Ministerio de Salud Pública admite que dos trabajadores de un hospital en Santiago de Cuba han vendido órganos de procedencia humana, sustraídos de la morgue, presuntamente —según las teorías populares— para venderlos como comida o como artículos religiosos; el objetivo final no importa ante las especulaciones de un horror cotidiano que se normaliza.
En el año que finalizó, más de cuatro bebés han sido abandonados en diferentes provincias del país, algunos incluso han muerto. Pero esos son solo los casos que trascienden en las redes sociales.
La sociedad cubana parece vivir en un estado de alarma perpetuo, en el que se naturalizan las precariedades y hay alegría por mínimos derechos recibidos como milagros. Ni siquiera los chistes resultan subversivos cuando el contexto cotidiano supera la ficción.
No se ha vuelto tranquila La Habana de forma repentina; si en un año se han ido casi 300 mil cubanos solo hacia Estados Unidos, según la demografía habanera, al menos una persona de cada diez ya no está, algo que puede variar según los grupos etarios.
La gente joven se va —o está buscando la forma de hacerlo—, los mayores se atrincheran y muchas familias esperan que el año nuevo depare, en algún viaje, un futuro menos desgastante. A quienes no pueden aspirar a ese cambio les espera envejecer a un ritmo cotidiano en el que prima el hastío y la incertidumbre.
*La autora o el autor de este texto no puede firmarlo por el riesgo de cárcel que enfrenta al ejercer el periodismo independiente en Cuba.