Cuba en ‘tiempos provisionales’: ¡Tírame una foto!

Foto- Anabel Candelario – Facebook

Por Ernesto Pérez Castillo  (Progreso Semanal)

HAVANA TIMES –  En la mermelada de guayaba. En eso pensé cuando escuchaba al presidente cubano explicando la nueva situación coyuntural. En el frasco grande de cristal transparente y boca ancha, recién traído de la bodega de la esquina y puesto por mi madre encima de la mesa de mi infancia, para el desayuno, para el pan, a mis siete años.

Estaba aprendiendo a leer y me sorprendían, me encantaban las palabras nuevas que encontraba en cualquier parte. Entonces me lo leía todo: los letreros de las tiendas de la calle Belascoaín, los carteles rayados en las puertas de las guaguas, las vallas de las carreteras cargadas de consignas revolucionarias, las etiquetas del champú, del after shave de mi padre, de la mermelada de guayaba. Pero aquella es la única etiqueta que en verdad recuerdo, como si la tocara todavía: hecha en papel de estraza y con tipografía rústica y elemental, como si no hubiera sido impresa sino directamente —y una por una— escrita a máquina, mecanografiada con aquella Underwood portátil que adornaba el recibidor de mis abuelos.

Así recuerdo la etiqueta de aquel frasco matutino, y la recuerdo por una sola palabra. Debajo, al final de todo, a su extrema izquierda, ponía aquello que no he olvidado nunca, que no he podido: “Etiqueta provisional”.

Esa “etiqueta provisional” duró toda mi infancia, alcanzó a mi adolescencia, y solo desapareció cuando desapareció la propia mermelada de guayaba, y desapareció con ella todo lo demás. Así era aquello de “provisional”. Por eso ahora, cuando me hablan de la coyuntura nueva, hasta los pelos que ya no me quedan se me ponen de punta. Porque si algo es verdad, si algo sé, es que hemos vivido en esta Isla de coyuntura en coyuntura, de todos los tamaños, de todos colores, coyunturas buenas, no tan buenas, algunas malas y otras peores, unas blandas y otras muy duras, por más de cincuenta años.

Pero a mal tiempo, buenas ganas. Me he ido a la calle, temprano en la mañana, a ver qué tan desastroso era el desastre porque, según Facebook, en las avenidas de La Habana ya se estaba poco menos que acabando el mundo.

Y allí cerca, en 31, he visto una escena tal, que debió ser sacada y especialmente para mí de algún filme soviético, de lo peorcito y más brillante del realismo socialista: en la acera de enfrente una muchacha joven, alta, cabello rizado, hermosa, vestido largo y amarillo. Un motorista que conduce una Suzuki a toda velocidad, la ve, decide recogerla, se detiene un par de metros adelante y le llama con el claxon. Ella, que no se lo esperaba, hace una pequeña carrera hasta la moto, él le entrega el casco, ella se acomoda detrás suyo, salen juntos en fade-out.

¿Y cuál es el detalle que me estoy saltando, que hace que la escena parezca escrita por Chinguiz Aimatov? Pues resulta que sobre el amarillo del vestido de ella cuelga una bata blanca de doctora y, por si fuera poco, el motorista de la Suzuki viste un uniforme de teniente del ejército.

Luego de eso, ya puede pasar cualquier cosa, ya puedo escribir lo que sea, pienso mientras me acerco a la parada donde una veintena de personas, media docena de estudiantes, esperan algo que los lleve a donde vayan. Y ahí, delante mío, veo como ocurre el milagro: un auto para, no ocurre ninguna avalancha, el chofer indica su destino, dos o tres personas suben al auto y se marchan.

Luego se detiene otro auto, y luego otro más, y más atrás veo que por la avenida avanza un ómnibus de turismo, refrigerado. Cruzo los dedos, pido a dios y a la virgen y a todos los santos que lo detengan, que también recoja a la gente de la parada. Y lo hace.

No puedo más, por instinto saco el móvil y tomo una foto: en segundo, tercer plano, está el ómnibus, las personas que lo abordan, incluso se ve alguien que se ha quedado sentado en la parada a la espera de un transporte más directo, y en primer plano está el auto que llegó antes, el padre con su hija que habla con el chofer, que luego subirán al asiento de atrás.

El auto arranca, pasa por mi lado y el chofer, que me ha visto con el móvil en las manos, me hace señas y me grita, sonriente: ¡¡¡Tírame una foto!!! Ese tipo me hizo la mañana. Fui feliz de pronto. Hasta por un instante se me olvidó la coyuntura.

Allí no había un policía obligando a parar a nadie, allí no estaba ni este inspector cogiéndole la chapa o lo que fuera al que no colaborara. Allí lo que había era gente que necesitaba transportarse, y gente solidaria que, a conciencia, y porque el gobierno y el propio Díaz Canel los convocó, se detenían a ayudar al prójimo, a llevarlos consigo. Que tendían su mano a quien los necesitaba.

Ahí recordé las jornadas que siguieron al tornado del 27 de enero pasado, cuando tanta y tan buena gente fue con todo lo que tenía o podía a entregarlo a los necesitados. Entonces, y sobre todo, vimos a los famosos que acudieron a tocar con sus manos el lugar del desastre, a dejarse allí lo que tuvieran, pero también a los universitarios que abandonaron las aulas para ir a palear escombros, a hacer lo que hiciera falta, junto a todo el que fue a ayudar, a hacer lo que tocaba.

Así que el hecho se repite, y no depende de la mala leche del vecino del norte o de la naturaleza brava: cada vez, a cada paso, estamos dispuestos a ayudarnos, podemos contar con los artistas, con los famosos, y también con el anónimo chofer, con el conductor de aquella guagua. No es coyuntural la solidaridad, sino constante, permanente, innata.

Y ya entonces me fui para mi casa, y me fui tranquilo pese a los vientos que soplaban. La cosa está mala, no es jamón ni mucho menos, pero qué suerte saber que se puede contar con toda la buena gente de esta Isla cuando a uno le haga falta.