Amar Hasta Cierto Punto

Por Amrit

Perro de La Habana. Foto: Caridad

Quisiera denunciar aquí a la burocracia que demarca hasta dónde se puede luchar por la vida. Quiero abogar por el derecho a la paz de sentir que uno chocó con los límites de la naturaleza y no de la arbitrariedad humana.

El pasado domingo 5 de diciembre, acompañé a una vecina a la Clínica de “Animales Afectivos” que está en el cuchillo que hacen las calles Carlos III y Ayestarán en Centro Habana. Después de lidiar con los precios “por la izquierda” de los taxistas que por lo general son indiferentes a la agonía de un perro y sólo especulan con la incertidumbre del dueño, el chofer de un pequeño auto accedió a recorrer la distancia entre Alamar y Centro Habana por la suma de siete CUC.

Montamos en el estrecho vehículo, acomodando lo mejor posible a Poly, quien había luchado durante seis días sangrando por la orina, después de haber sido diagnosticado por la veterinaria de la clínica local, (donde apenas hay medicamentos y se atienden a los animales con más ganas que recursos) de babesia, un parásito que causa la enfermedad de la babesiosis, en animales y seres humanos.

Este parásito es transmitido por garrapatas y ataca los glóbulos rojos de la sangre. Ya en la escuela veterinaria de Carlos III, nos pusimos al final de una fila de mascotas enfermas o heridas.

Viendo a Poly deshidratado y con la lengua blanca, vigilábamos el orden de la cola que no parecía ser respetado y pronto el estrés devino en discusión… el único médico disponible se alteró también, interrumpiendo su asistencia a un animal, pero entre protestas y disculpas comprendimos que todos los que estábamos allí: médico, asistente, dueños y mascotas, éramos víctimas involuntarios de la imposibilidad.

Una solidaridad tácita reemplazó a la discordia y pronto dialogábamos acerca de las mascotas con mutua preocupación y simpatía. Poly descansaba en un banco donde seguía goteando su orina roja.

Yo recorrí con la mirada los muros del local, las ventanas rotas, y concluí que el lugar lucía más abandonado y triste que en los años 80, cuando más de una vez tuve la desgracia de llegar con un animal enfermo un domingo, día en que no abren el laboratorio ni el quirófano y la húmeda enfermería de paredes grises es el escenario donde se improvisa cualquier cura.

Cuando le llegó el turno a Poly, el veterinario confirmó el diagnóstico de babesiosis, “una enfermedad sumamente agresiva.” le indicó un antibiótico cuya dosis inicial le podrían allí pero que había que comprar en tiendas para mascotas de venta en divisas, un suero que se le puso enseguida y remarcó: Necesita urgentemente una transfusión pero no es posible hoy porque es domingo y está cerrado el almacén donde se guarda la sangre.

Fue inútil que mi vecina llorara, implorara, incluso al director de la clínica: él no tenía las llaves del almacén y es una medida que se tomó para impedir que se robe sangre almacenada y se venda “por la izquierda.” Lo más que podía hacer era garantizarle que al día siguiente, lunes, Poly sería el primero en ser transfundido si lográbamos llegar a la clínica a las ocho de la mañana.

Ya en la calle otra vez y a merced de los implacables taxistas, mi esposo consiguió que un chofer accediera a devolvernos a Alamar por “sólo diez CUC.” en un carro al que había que entrar agachados y donde apenas podíamos proteger al animal de los saltos que daba el vehículo cuando casi salíamos despedidos de los incómodos bancos destinados como asientos.

En la casa por fin, Poly, que parecía reanimado después del suero, se durmió en su alfombrita para batallar todavía por las largas horas que lo separaban del amanecer. Y luchó, se aferró a la mirada de su dueña y tomaba agua para complacerla. Pero sólo llegó al límite del domingo: con los ojos abiertos por el último espasmo, sus fuerzas se agotaron en la primera hora del lunes.

Nunca sabremos su edad exacta porque apareció en las cercanías de nuestro edificio, ya adulto, hace ocho años. Nunca sabremos si su voluntad de vivir habría triunfado sin el estorbo grotesco de la burocracia.

Mi vecina todavía se atormenta buscando algún rastro de su propia culpabilidad, de alguna negligencia. También yo. Me culpo por todos a los que se les confina hasta dónde luchar por la vida. Hasta dónde aferrarse, hasta que límite de desesperación.

¿Quién tiene el poder de deslindar entre solución e impotencia? ¿Y por qué lo aceptamos? Ni la escasez de recursos justifica la inoperancia de un sistema de atención médica. Y no es el potencial humano lo que falla porque las clínicas veterinarias de Ciudad Habana funcionan “a pulmón” más por la calidad humana de sus especialistas que por el apoyo institucional.

Con el aguijón de la culpa, me repito: “se hace camino al andar…”  Creo firmemente que muchos aún podemos discernir entre fatalidad y derecho, y exigir que ante una urgencia se improvisen caminos. Caminos que puedan después establecerse y ser transitados por cualquiera que los necesite, en cualquier día de la semana.