A la búsqueda del silencio

Barrio El Naranjal, provincia Matanzas, en cuarentena restrictiva desde el 10 de abril. Foto- Prensa Latina.

Por Aurelio Pedroso  (Progreso Semanal) 

HAVANA TIMES – El encierro, voluntario para unos, obligatorio para otros, no necesariamente implica calma o sosiego y una es la razón. Si por problemas históricos de vivienda, donde en una casa conviven varias generaciones, no resulta imposible imaginar el torbellino que se vive durante las horas de luz solar. Y si se trata de un edificio, encontraremos de todo.

En primer orden, los gritos. El cubano, por regla general, no habla, sino grita. O para suavizar a quienes se sientan ofendidos, le place hablar en voz alta.

Entonces, los niños de la vivienda, con diversas categorías como pueden ser las de nietos, hijos, sobrinos y hasta primos. Son como pequeñas fieras enjauladas que nunca en su corta vida han debido someterse a una cuarentena como esta al igual que los mayorcitos. La pequeña Valeria, de tres años de edad, lo aclara de balcón a balcón: “bajaré cuando se vaya el virus.”

El niño cubano es intranquilo por naturaleza, acostumbrado a jugar con sus amigos, correr, saltar y en casa tienen ahora mismo una barrera infranqueable que solo en el horario de la programación infantil televisiva los mantiene medio entretenidos.

Los adultos no escapan tampoco a ese episodio de necesario reclusorio. Los viejos, esos de la llamada tercera edad, con los mismos cuentos de siempre ahora repetidos como lo hace Radio Reloj, pero además, regañando constantemente a muchachos y demás familiares que, como para aliviar las descargas, ponen la música de su preferencia y protagonizar a pocos metros de diferencia un combate de decibeles entre el reguetón, el rock y la salsa por no mencionar aquella música conocida como de “vitrola.”

Aún en momentos de relativa calma, por las ventanas, como ráfagas de huracán, llegan las voces de los vecinos, que si la cola del pollo, que si la papa de la bodega, que apaguen el motor del agua, la cotorra que en pleno día no cesa de repetir “hasta mañana”, y hasta esa cubanísima manera de comunicarse entre vecinos a golpe de gritos.

Exclamaciones subidas de tono también llegan del exterior del inmueble. A un mes de impactar en Cuba la Covid-19, con las prohibiciones y recomendaciones de mantenerse entre cuatro paredes, osados vendedores callejeros anuncian que traen haraganes, palos de trapear, escobas y palitos de tendederas; otros, tamales salvadores de buen sabor pero acompañados de un pitazo de árbitro deportivo, el pregón grabado del vendedor de helados… Aparece también el del yogurt casero, que por temor a que lo multen y le decomisen el valioso cargamento, modula la voz de tal forma que logra un tono direccional propio de camposanto que a todos llega.

Los periodistas en casa a veces no somos respetados y, como actores de relleno o extras, tenemos que participar de tal algarabía siempre prestos a ser interrumpidos cada dos minutos en esa interminable actividad cooperativa en los deberes hogareños consistente en traer esto, llevar esto otro, alcanzar más cual cosa, vigilar la olla, regar las plantas…

Pensé que la madrugada era la más indicada. Silencio casi total. Cero bullicio. Los perros del edificio dormían a la par de los gatos en cómplice armonía.

Comencé a intentar explicar cómo vivimos en el encierro cuando de repente los lamentos de una mujer alteraron la paz del amanecer. En un principio imaginé un dolor de esos llamados “cucas” aunque lo escuchado era más apropiado a un ataque de asma por palabras entrecortadas y poco definidas.

Finalmente, la peculiar alarma matutina no tenía otra protagonista que la vecina de los bajos, frenética en el hablar, desquiciada en otros menesteres horizontales. Todo ello, justo cuando en torno a las seis de la mañana comenzaron también a cantar los gorriones en La Habana para anunciarnos un día más y otro menos.

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