Naufragio por cuenta propia
Texto y Fotos por Néster Núñez (Joven Cuba)
HAVANA TIMES – Y cuando llegó una de esas noches malas —nunca se sabe si va a ser la peor o vendrá otra aún más oscura— Manchuco decidió convertirse en náufrago por cuenta propia. Fue una determinación consciente, según pensaba, porque nunca le había gustado que las cosas sucedieran por azar ni que otros decidieran su destino, aunque en realidad no hacía más que meterle velocidad a la nave de su vida, que desde hacía años llevaba un rumbo incierto, con todos los visos de volver a zozobrar, manejada por un capitán y un timonel que ni idea tenían de la navegación hacia costas prósperas.
Pues en una mochila amplia guardó Manchuco calderos, cuchillos, vestimentas y alimentos perdurables, más otros cuantos pertrechos, y dio un timonazo que lo llevó a un punto en la geografía cercano a lo que se daba en llamar Puerto Escondido. Por lo que había ahondado sobre naufragios en libros y películas, además lo que le dictaba el sentido común, era el lugar perfecto para sumergirse en la soledad, fracasar sin que nadie lo supiera, pasar sed y hambre y, algún día lejano, resurgir de las cenizas seguro de sí mismo.
Montó el campamento bajo las sombras de las uvas caletas y acondicionó con piedras un fogón rudimentario. Las fuerzas restantes le alcanzaron solo para acopiar agua del río y recolectar caracoles y cucarachas de mar, vaya fósiles duros, que dieron sabor amargo y escasa proteína a una sopa tan caliente como descarnada. Sin embargo, las primeras horas las durmió a pata suelta. La brisa leve del invierno ahuyentaba jejenes y mosquitos, y los desconocidos ruidos nocturnos sobre las hojas secas, que al principio lo mantuvieron en alerta, terminaron por convertirse en un arrullo casi, en una nana suave que lo trasportó a su infancia.
Soñó con galletas de soda, con barras de chocolate, con carne de cerdo asado y con las risas emigradas de sus hermanos y su madre. Con una pañoleta azul alrededor del cuello. Con un pirulí naranja y con un papalote con los colores de la bandera empinado desde la azotea. Más hacia el amanecer, cuando ya tocaba por obligación abrir los ojos, regresar del ensueño, vio la cola de un coronel engrifada de cuchillas, sintió aquel viento salvaje que se llevó a bolina la imaginación junto con su papalote, como en una canción triste, y despertó con un escándalo de tripas que no sonaban a intoxicación ni a hambre. Más bien a dudas, a miedos.
Apenas se sostuvo con los pies en la tierra, lo invadieron los mareos y temblores. La absoluta consciencia de las nubes sobre su cabeza, de la vastedad del mar, de la agresividad del dienteperro y, sobre todo, de la insignificancia de los sueños y las preocupaciones humanas para el orden natural de las cosas, le hicieron crecer desde el estómago una arqueada y un fuerte impulso a retornar a su existencia insuficiente, pero segura. Antes de empacarlo todo para iniciar el regreso, se sentó junto a un árbol caído con las manos sobre unas rodillas que no resistieron el peso de su cuerpo.
Un aura tiñosa hurgó entre las minúsculas tripas de los caracoles de la noche anterior y un tomeguín voló hasta su nido en la uva caleta con un gusano en el pico, mientras Manchuco permanecía con la vista clavada en lo azul del mar, en las pequeñas crestas de las olas, sin verlas. Tampoco escuchaba los sonidos del agua contra las rocas, ni su propia respiración. Las hormigas y las moscas invadieron el recipiente del caldo. El universo proseguía con sus ciclos de vida y muerte, ajeno a Manchuco que, mudo y con los ojos secos, parecía una prolongación de aquel tronco marchito al cual recostaba la espalda.
Después de la certeza de la soledad, lo siguiente que les sucede a los náufragos es que pierden la noción del tiempo. Manchuco no había llevado reloj ni teléfono a propósito. La puesta del sol lo sorprendió en la misma posición, y digo sorpresa porque, en su mente, no habían transcurrido algunas horas sino decenios. Llegó hasta a pensar, o fue un leve sobresalto, que cuando volviera a la civilización sus conocidos serían ya viejos o, peor, que ya no habría nadie, que la humanidad se habría extinguido. Y esa sensación de ser el único sobreviviente no le dio ni frío ni calor. Si regresas con éxito de un naufragio, o amas con locura la más exigua muestra de vida o hasta la muerte más brutal, deja de tener importancia. Igual sería volver del frente de guerra.
De hecho, en algún momento inexacto de su catatonia, Manchuco se concentró en una sigua muy similar a las que había hervido la noche anterior. Vio que el animal y su casa eran una misma cosa. Que el animalito, la casa y el entorno inmediato tenían forma y color semejante. ¿De qué se alimentaba? ¿Por qué no se movía? ¿Todo lo necesario para existir le venía en el código genético, o se formaban ciertas sinapsis en su improbable minúsculo cerebro? ¿Tener cerebro es una condición imprescindible para ser inteligente? ¿Qué es la inteligencia y para qué hace falta? ¿Será para ejecutar, sin más, nuestro ciclo de vida, o algo llamado felicidad se relaciona con la inteligencia?
Las preguntas eran como nubes grises y bajas que circulaban veloces en lo que Manchuco, sin darle importancia a las respuestas, encajaba el cuchillo en la madera del árbol y escribía su nombre, henchido de placer, con una caligrafía tosca. Debajo trazó dos rayas paralelas, sus dos noches de náufrago ejemplar, y suspiró como quien empieza a ser. O tal vez no fue un suspiro sino el disimulo de un llanto.
Luego se tendió Manchuco sobre la arena tibia y vio en el horizonte un tiburón abstracto conformado por gotas y vapores de agua, vio una bandera en su asta y el perfil de una mujer con el cabello largo. Encontrarles forma a las nubes es como dibujar sin pincel, como expresar los temores, anhelos y contradicciones del alma humana, en un formato externo que revierte la inmediatez de nuestros cuerpos. Había también en el cielo tres jiguas enormes y una cucaracha de mar. Con los ojos en ellas Manchuco se quedó dormido.
Comió pan duro cuando amaneció, bebió agua y puso manos a la obra para crearse una rutina de sobrevivencia. Aseguró mejor su refugio, hizo el inventario de las provisiones que había traído, puso a buen resguardo suficiente leña seca. Muy cerca encontró frutas comestibles y huevos de aves, y construyó trampas para peces. A eso le siguió quitarse en el mar los sudores y el polvo. Anduvo descalzo hasta la línea de costa sintiendo la sangre hirviente bajar desde el corazón hasta cada pinchazo que le hacían las rocas en los pies, y cuando se tiró al agua la sintió el doble de helada. No contuvo la exclamación, la palabrota, pero braceó con ímpetu hasta calentarse. Después regresó al campamento porque tocaba explorar los alrededores.
En los libros y en las películas lo había aprendido: necesitaba subir la montaña más alta, asegurarse de que su prisión fuese una isla, porque el barco de ningún náufrago famoso había encallado en un continente. ¿O testimonios tremendos faltaban por contarse en la literatura y el cine? Sentir que todo lo que fue tu vida ha quedado atrás, que empiezas desde cero, que no sufres hambre y sed, pero sí soledad, desconcierto, vacío… Sentir que tocas fondo y luego sacar lo mejor de ti de donde ya crees que no hay, para poder resurgir y superarte, lo logres o no, son historias demasiado frecuentes, esos miles de naufragios anónimos que se dan en cualquier parte.
Después de pensarlo, la escalada de Manchuco perdió significado. Es en la vida real donde te mides, es allí donde necesitas resurgir una y otra vez como ave Fénix, y no simulando una fuga a un puerto escondido. Aun así, Manchuco evitó las espinas de los arbustos y los recodos más escarpados, y terminó de subir los últimos metros con la vista clavada únicamente donde ponía las botas, como si su hazaña fuera vana y se sintiera avergonzado.
Pero, mientras más alta sea la cima que conquistas, mayor es la recompensa. La autoestima crece, el cuerpo por fin se relaja y el espíritu se premia con la visión del paisaje. Fue lo que sucedió cuando Manchuco se entregó a observar la naturaleza a su alrededor. El éxito de un náufrago consiste en no compararse con otro, se dijo y sonrió por primera vez. No había que menospreciarse.
Asumir que vives en condiciones límites y aun así encontrarle placer a la vida es digno de elogio. Robinson Crusoe encontró a su Viernes. Quizá Manchuco necesitaba hallar un perro jíbaro y domesticarlo. O escribir en la arena un gran SOS, porque es lo que lleva, pero con una caligrafía de piedras y palos hermosa, que no solo cumpliera la función de comunicar una urgencia. Que el que lo viera desde arriba supiera desde el primer momento que había aquí un náufrago otro, consciente de su precariedad, pero con sueños y aspiraciones que no consisten en estar inmóviles sobre de una piedra seca, camuflado para pasar inadvertido a los depredadores.
Y fuego. Ese espacio de allá abajo pedía ser iluminado y recibir el calor de una gran fogata. Cantar y bailar alrededor de una hoguera al caer la noche, sea donde sea que hayas naufragado.