El año nuevo que está aún por llegar

Texto y Fotos Por Néster Núñez (La Joven Cuba)
HAVANA TIMES – Pasados estos diez primeros días, todavía recuerdo que pensé que el año nuevo no iba a llegar. Que daría media vuelta a las 11:59 y dejaría a los entusiastas con el cubo de agua en las manos, con el abrazo a punto de darse, con la sonrisa ya lista para la foto y con el Whatsapp conectado con la hija, con la madre o el amigo que sí recibió el día primero del modo habitual en ese país lejano, mientras aquí el reloj del teléfono ponía 32, y al día siguiente 33 de diciembre…
No sería su intención prolongar el 2024 con todos sus pesares, sino que iba el 25 a esperar a tener verdaderas noticias buenas que traernos, aunque tuviera que aparecerse a mitad de agosto, no anunciándose con el sol sobre este mar que nos rodea, sino que saldría en pleno mediodía del saco de un guajiro, junto a un racimo de plátanos y las yucas embarradas de tierra carmelita:

—¡Vieja, aquí te traje el año nuevo! Me lo encontré colgado de la mata de guanábana, casi no tuve ni que arrancarlo de lo maduro que estaba.
Y la vieja se secaría las manos en el delantal raído y caminaría sobre el piso frío de cemento pulido, porque le gusta andar sin zapatos cuando hay calor, a ver si la nueva broma de su marido iguala o supera las miles que le ha hecho en los 49 años que llevan juntos. Pero él dice la verdad:
—¡Pero viejo, si es una preciosura este 2025! Está fresquito, se ve hermoso… ¿Quieres que lo haga en fricasé o enciendo el carbón para asarlo?

Y entonces, antes de picarlo y guardar la mitad para compartirlo con los pocos que lleguen a esas lomas, a ese monte y a ese bohío suyos (porque un año, la verdad, no se comparte así de fácil con cualquiera, sino con los más allegados, los que sienten por ti y tú por ellos; los que te hacen creer que todavía hay algo real y noble por lo que continuar luchando y viviendo los días), ella abrazaría a su viejo como si no lo hubiese hecho nunca, casi igual de fuerte que aquel primer abrazo de cuando eran adolescentes, el que se dieron medio escondidos tras los bambúes del río porque los domingos se reunía mucha gente joven en la cascada: los primos con sus vejigos revoltosos y los vecinos, que de tanto compartir lo bueno o lo poco eran casi familia también.

Después de abrazarlo, ella le diría a su viejo, porque no es bueno dejar que él piense que recibirlo con el café y el almuerzo listo es la máxima muestra de cariño a la que a estas alturas se puede aspirar:
—Viejo… Tú sabes que te quiero ¿verdad?
En ese monte, bajo el guano de ese techo y entre las tablas de esas paredes, la última voz de la que se escuchó un «Te quiero» y un «Los amo» fue en la voz de la nieta, desde la bocina de un móvil, desde una ciudad de nombre impronunciable donde caía nieve.

—Está bien, está bien. Yo me encargo —respondería él a la primera, señalando la tierra carmelita que cayó de las yucas al piso recién baldeado, porque cuando uno pasa cierta edad es preferible llevar las palabras a hechos. Pero lo mejor de este año nuevo que ambos se regalan, quizá a mitad de agosto, es que les permite soltar por la boca cursilerías redundantes—. Igualito a como yo te quiero a ti.
Si no fuera por oportunidades como abrazarse y expresarse amor, no valdría la pena decir «Felicidades por el año nuevo», porque en verdad esa línea en el espacio/tiempo es solo simbólica, no hay un salto ni un antes y un después, es un fluir constante que se acelera o se detiene, si acaso, por las experiencias que se viven.

Y entonces, ¿cuántos años nuevos ha vivido el que come lo que encuentra en los basureros? ¿Paró alguna vez de contar? ¿Fue en el 2020, después de la pandemia y el «reordenamiento»? ¿O todavía es importante para alguien que desconocemos? ¿Tiene alguien que le quiera? ¿Me podrías decir su nombre? ¿Có-mo-se-lla-ma?
No solo lo pensé: anhelé que el año nuevo no llegara automática, rígidamente, puntualito como un tímido preescolar. Preferí que le llegara a cada uno justo cuando tuviera algo verdadero por lo que congratularse, y de disímiles formas. Que a la casa de un niño sin hermanos el año nuevo entrara moviendo la cola, lamiéndole los mocos de la cara en agradecimiento por haberlo recibido, aunque fuera un cachorro lleno de churre y de pulgas conseguidas en las calles.

Y para la que cocina con leña, que el año nuevo saliera del huevo que rompe sobre la sartén ya caliente.
Y para el que se arranca los pelos porque tiene el vicio de la fuma y la caja de cigarros le cuesta en enero 1200 pesos (todo lo que recibe en su pensión de jubilado), que el año nuevo llegara con un tabaco que le regalen y que pueda quemar hasta lo último en su pipa improvisada.

Y para la que imparte clases de tango gratis, que el año nuevo comenzara con la llegada de esos bailarines neófitos que no escuchan bien la música, pero que vuelven, como Gardel, al primer amor que ellos fueron, con las sienes plateadas por las nieves del tiempo, que 20 años no es nada, qué febril sus miradas, mientras un niño en la puerta los mira y aprende a su vez que la vida es un soplo, que el alma está mejor aferrada a un amor nuevo o viejo, a un dulce recuerdo que llora, o que celebra otra vez.
Habrá quienes hubieran deseado que el año nuevo les llegara a más tardar en octubre, junto con la oportunidad de salir del país. O quienes lo vean llegar de la mano de mucho dinero, de un negocio nuevo, de algo así, material. Y estará el (la) que verá el año nuevo cuando termine de superar a su ex; y los que amanezcan cada día con la sensación de que ha pasado mucho, mucho tiempo, porque en las horas pasadas hicieron una acción tan buena que por sí sola daría para mantenerlo alegre durante todo un año. Lo aburrido sería que llegara el 2026 porque simplemente toca, o que se saltaran los años y llegara el 27 o el 30 sin que sientas que te has ganado cada año a base de luchar por aquello que te hace feliz. Las cosas son simples la mayoría de las veces, aunque las circunstancias se empeñen en ser las peores.
