Cubanos de la sima del Valle Yumurí

Todas las fotos por Néster Núñez / La Joven Cuba

Texto y Fotos por Néster Núñez

HAVANA TIMES – Una vez vino a Cuba el Gran Duque Alejo, hijo del zar Alejandro II de Rusia. Aunque pasó la mayor parte del tiempo en La Habana, también lo trajeron a Matanzas. Desde el castillo de San Severino anunciaron su llegada a la ciudad con una salva de 21 cañonazos. La gente simple del pueblo, que previamente había engalanado las fachadas de las casas, se asomó a saludar a la caravana de quitrines que trasladaba al Gran Duque y a lo más selecto de la burguesía local en su paso hacia las ya muy famosas Cuevas de Bellamar, y luego a las alturas de La Cumbre.

Alekséi Aleksándrovich Románov, a quien imaginamos bigotudo y vestido con un traje militar de gala, charreteras con estrellas y otros símbolos de alcurnia, contempló desde allí el atardecer sobre el valle Yumurí. Quedó extasiado, dicen, y cuentan que se le escucharon estas palabras: «Para ser este valle el paraíso terrenal, solo faltan Adán y Eva», o algo parecido.

Por los tiempos de los tiempos, la incuestionable belleza natural del Yumurí ha ejercido sus embrujos. Hechiza el alma, quiero decir, y no solo la de poetas como Carilda Oliver o Federico García Lorca, quien también contempló el valle desde las elevaciones de Monserrate, en 1930. Como les habrá sucedido a ellos, la vista y la imaginación se nos pierden en medio de tanto verde esperanza, de tantas palmas y lomas que nos hacen creer que allá lejos hay un horizonte nuevo aún por conquistar, que la vida no se reduce a trabajar para pagar cuentas, en el mejor de los casos, o a la lucha diaria entre panes duros, escasez de agua y apagones. Subir significa tomarte un respiro, vacacionar, dejar atrás la realidad, enajenarte sanamente, pues te lo mereces.

Ves correr a tus hijos, besas a tu pareja, compartes con los amigos la botella de ron y sonríes para la última selfie cuando el paisaje edénico se pinta de dorado. Por un momento te sientes artista, príncipe, poeta romántico, dueño total de la hermosura. Las casitas de allá abajo le dan un toque exótico a la foto. Quizá hasta pienses en lo gracioso o lo lindo que sería ver sobre la línea del río una canoa con indios lanzando sus redes. Un segundo después estarás huyendo porque del monte salieron las hordas de mosquitos y jejenes que hacen la estancia imposible. Regresarás urgente a lo tuyo, aunque sea lo mismo de siempre, pensando que el campo es muy lindo, sí, para un ratico, y desde lejos. Lo normal es quedarse en la postalita y no enterarse de nada.

Juan Basura no es un guajiro natural. A consecuencia de los destrozos del ciclón Flora, en 1963, su familia fue trasladada de Oriente a Matanzas. Tras muchos tumbos, en el 2002 terminó por levantar su casita en el valle, a la vez que mantenía su trabajo en la empresa Cubanitro. En su propiedad de seis cordeles sembró plátanos y todo tipo de árboles frutales, el terreno pedregoso no da para mucho más. La época de más abundancia fueron los 21 años que estuvo empleado en Servicios Comunales. Criaba varios puercos a la vez, gallinas, conejos… Amplió la casita y cambió algunas tablas por cantos. Si no eran felices, al menos Juan y su esposa tenían un cierto margen de tranquilidad. 

Fue ella quien sembró en cubitos plásticos las plantas ornamentales que aún cuelgan en el portalito; fue la que ubicó sobre el caparazón vacío de un televisor ruso todas las muñequitas que Juan traía; la que usó la colorida bandera LGBTIQ para dividir la sala de lo que sería la cocina; la que limpiaba los pétalos artificiales de las flores y la que esparcía agua en el piso de tierra para aplacar el polvo. También recogía los mangos y aguacates, hacía mermelada de guayaba, atendía a las gallinas, cocinaba en la leña, cuidaba la casa de intrusos cuando Juan andaba trabajando, que no es fácil. Pero era diabética tipo 2, y un mal día falleció. Juan se quedó solo.

La falta de lluvia no ayuda, dice. Señala los mangos «jobos» con sabor a perfume, dice, y que por eso los vende muy baratos. Se jubiló con 4225 pesos después de 21 años en Servicios Comunales. «Ir a cobrar es un problema. O no hay corriente cuando uno llega, o el cajero automático no tiene dinero o el copón divino. Si no pierdes el viaje, te pasas el día entero a eso». Su preocupación es dejar tanto tiempo la casa sola. El fantasma de los robos y los delincuentes nunca se le va de la cabeza.

De noche es peor. Aprovechando los precios desatados por los apagones y la escasez de gas licuado, Juan hace meses se dedica a hacer carbón. Tumbó un par de matas de mamoncillo macho, que no paren, y ahí va, a base de hacha y mocha, haciendo lo suyo. Apartado de la casa a 60 o 70 metros, conforma los hornos de forma horizontal, como si fuese una cama, porque el que es en forma de cono es más difícil de controlar. «Cuando te hace una boca, donde te hace siempre una boca es en el medio, tienes que tener palos picados y métele hierbas y métele tierra. Porque si le metes solo tierra se te ahoga y pierdes todo el trabajo».

Mientras el horno está encendido, la atención tiene que ser constante. Son incontables los viajes que da Juan del horno a la casa: para cocinar, para buscar agua, para velar a los animales. «Es un dale pa´rriba con la linterna, baja a mirar la casa, y yo solo. Son tres o cuatro noches, depende del tamaño del horno. Casi no duermo. Cada horno me da máximo 15 sacos. No puedo hacerlo muy grande».

Juan desanda los cinco kilómetros hasta la ciudad empujando una carretilla con siete sacos. Un revendedor socio de él se los compra cada uno a mil pesos. Cuando regresa tiene el cuerpo molido. Algunas tardes se tira en la cama a ver DVD. El viejo aparato todavía lee esos discos que se encontraba cuando trabajaba en Comunales. Los tiene a montones, y siempre es una sorpresa lo que sale en la pantalla. Puede ser una película, un documental, una alfombra roja o una novela mexicana. A veces el video se para a la mitad.

Ya Juan ni se frustra por eso. Sale al portalito a tomar café y deja correr la mirada por su terrenito, luego por las lomas distantes. Él no lo sabe, pero desde allá arriba un turista, un poeta o un fotógrafo improvisado está pensando en lo lindo que es el campo. Pero entonces empieza la hora de los jejenes y Juan se mete debajo del mosquitero.

No muy lejos de allí, Mildrey hace rato está durmiendo. Saltará de la cama a las tres de la madrugada para vigilar. Es técnica en agronomía y lleva 29 años pegada al surco en este lado del valle. La finca de ella y su esposo es mucho más grande que la de Juan, pero como está entre lomas y la tierra es de calidad regular clasifica solo como de autoconsumo. Tienen chiqueros y corrales bien iluminados para las vacas, más tres perros satos que ladran a la primera, pero no pueden descuidarse ni un minuto. El bandido está a la que se cae. Gente que quiere vivir fácil, del esfuerzo de otros.

«Las malas noches no son fáciles. Meses atrás nos robaron un toro. Sabíamos más o menos que lo habían llevado a una parte del río donde el mangle es muy espeso. El problema es que aquí los campesinos estamos a un kilómetro cada uno. A ver… entre finca y finca es ese tramo. ¿Y vas a coger el machete y salir a enfrentar a esos bandidos? Entonces llamamos a la policía. ¿Qué fue lo que nos dijeron? Que eso no es prioridad. ¿Y qué hice? Dejé que lo mataran. Ahí fue que nos enteramos que no tenemos apoyo de nadie y que teníamos que vigilar a los animales por cuenta de nosotros, porque fue una de las primeras veces que robaron por esta zona».

A las seis de la mañana Lázaro ya está ordenando las vacas. Un rato después, llegan los trabajadores. Ellos no reciben un salario. Son amigos, son como una familia extendida. Si lo que toca es recoger tomates y hacer puré, vienen cuatro o cinco. De todos modos, Mildrey cocina, lo hace para dos o tres más, porque cualquiera que llegue sin avisar también será invitado a la mesa.

Alberto es el de mayor edad. Tiene en la ciudad una casa buena, que le queda grande. Toda su familia se fue para Estados Unidos. Los hijos le mandan suficiente dinero cada mes, así que va a la finca porque le gusta y para mantenerse activo, porque quiere pasar sus días con gente buena y porque la soledad a su edad es del carajo. Se compró una yegua blanca y una «arañita» para ir y venir. Compró unos puercos y los puso a la mitad con Mildrey y Lázaro. Lo mismo se aparece con una botella de ron que con unas cuantas cervezas para compartir después de la jornada. 

El más joven es Yuniel. Vino de Guantánamo traído por un tío que también trabajaba en la finca, hasta que emigró. Yuniel sí duerme en la casa. Dice que para Oriente no regresa. Casi no habla. Lo que más hace es doblar el lomo sobre el surco y reírse de los chistes de otros.

El Tocayo vive en Simpson, barrio de rumba y santería. Trabaja 24 horas en el aeropuerto de Varadero y sus tres días libres va para la finca, a hacer lo que haga falta. De regreso carga con unos boniatos, una calabaza, mangos, chirimoyas, a veces una gallina, lo que quieran darle. Cualquier cosa es una gran ayuda, pero no pide nada. Manuel, su socio y vecino, sabe lo que hay. Igual va a trabajar a la finca siempre que puede.

Mientras recogen tomates se aparece una inspectora a pedir papeles. La atiende Lázaro porque Mildrey está cortando ajonjolí y girasoles para los pollos y recogiendo algunas viandas para la caldosa. El resultado: una multa por sembrar en tierras ajenas. Tierras que son de un amigo que está fuera del país temporalmente y que les dejó un permiso escrito, por supuesto.

«Una parte de los tomates, las calabazas y los boniatos que por contrato vendemos al círculo infantil, sale de esa tierra que es prestada. Pero no piensan que, si fuera por lo que producimos en la tierra de nosotros, no comemos ni nosotros ni nadie. Esto aquí arriba es muy árido, y no llueve. Allí en el llano es más fértil y el manto freático no es muy profundo. Eso salva los cultivos, porque no hay modo de regar y el Estado no vende herbicidas ni fertilizantes, y por la izquierda son demasiado caros. Hace falta producir comida, pero de verdad, ¿quién los entiende?».

Es muy frustrante saber que hay alguien allá arriba, lo mismo un duque, un poeta, un inspector, un mal administrador, un político que recorre con la vista el valle, pero sin ver de verdad. O, peor, que se complazca con la visión de la superficie dorada del río, sabiendo que en lo profundo arrasa mucho fango y cualquier otro tipo de suciedades. Si los descendientes del Gran Duque ruso, de los coterráneos de Lorca, si los chinos o los vietnamitas o, mejor, si los familiares emigrados de Alberto invirtieran su dinero en la agricultura, ¿Cuba se convertiría en un idílico Edén? ¿Faltan Adanes y Evas, capital, o muchas más cosas?

El problema de la gente del campo nos atañe también a los que vivimos en las ciudades. Tenemos las manos sucias, y no solo por la tierra colorada que se nos mete debajo de las uñas cuando estamos pelando viandas. Los obreros y los campesinos somos la misma masa explotada y, a la vez, la fuerza del cambio, nos enseñó la historia. Hay más belleza en la unión que en la contemplación del crepúsculo.

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