Las naves quemadas
HAVANA TIMES, 3 mar. — Emigrar es, en general, un proceso doloroso pero en el caso de los cubanos significa además emprender un viaje sin retorno. Como si hubieran cometido un delito muy grave, el Estado los despoja de todas sus pertenencias.
No importa que se trate de bienes legalmente adquiridos, todo será decomisado, desde la vivienda y el automóvil hasta los muebles. Si se niegan a entregarlo no reciben el “Permiso de Salida” que otorga la todopoderosa Dirección de Migración.
Así que no queda más remedio que “entrar por el aro” y entregarles todo lo que la familia logró reunir en una vida de trabajo. Los inspectores llegan como aves de rapiña en busca de lo que puedan llevarse, una parte para el Estado y la otra para su propio beneficio.
Nadie se escapa, ni siquiera los niños. A la abuela de una adolescente de 13 años, que viajaba a reunirse con su madre, le exigieron la propiedad de todos los electrodomésticos, buscando alguno a nombre de la jovencita para decomisarlo.
Una buena amiga -muy revolucionaria ella- que emigró por reunificación familiar, me contó indignada como le arrebataron todo. Tuvo que entregar el automóvil que habían comprado con mil sacrificios, el televisor, el refrigerador y hasta su propia casa.
Cuando terminó la inspección sellaron el apartamento y la dejaron en la calle junto a su hija hasta que salió el avión…3 días después. La corrupción es tal y tan mísera que, delante de ellas, una inspectora desarmó la cerradura de la puerta y la escondió en el bolso.
Hablé sobre el tema con un intelectual al que obligaron a pagar su casa cuando sus padres se fueron a residir en Miami. Se escudaron en una extraña “ley” que no tuvo en cuenta que la vivienda ya había sido pagada y que él siempre había vivido allí.
Lo explicaré despacio para los no-cubanos. Cuando alguien emigra y figura como propietario de la vivienda familiar, los que permanecen tienen que volver a comprarla, aunque ésta ya haya sido pagada antes. Una política bien pensada para castigar…a los que se quedan.
Este intelectual no quería ceder pero le explicaron, amablemente, que si no lo hacía nunca pondrían la propiedad a su nombre, por lo que corría el riesgo de que algún funcionario venal intentase sacarlo de la vivienda para traficar con ella en el mercado negro.
Claro que la población cubana es astuta y ha aprendido a lidiar con este “Estado Paternalista” que monta en cólera cada vez que uno de sus hijos abandona el hogar. Los inspectores apenas recogen los restos, lo que no puede ser regalado o vendido.
Meses e incluso años antes, los que se van incluyen nominalmente en la casa a un nuevo “habitante,” para lo cual se inventan bodas falsas e inexistentes parentescos. Esta persona tendrá que volver a pagar la vivienda pero, en general, no se la podrán quitar.
Los automóviles pierden todas las piezas “vendibles” antes de ser entregados, el televisor japonés es cambiado por uno ruso en blanco y negro, el refrigerador coreano por uno chino, el aire acondicionado desaparece y el hueco se sella sin dejar marcas. Hasta los colchones se esfuman.
Claro que esto se nota pero nadie puede probarlo y basta con permitir que los inspectores se roben los despojos (una cerradura o un par de bisagras), para que firmen el OK y la familia pueda irse del país. Pero todo esto es apenas un pequeño desquite de la gente.
De todas formas es una hora amarga. Cuando sellan la entrada del hogar, es como si les “quemaran las naves” para impedir el retorno. Ya nada material les queda en su tierra, ni siquiera la posibilidad del regreso porque nunca más les permitirán residir en el país.
En realidad decir “nunca más” es inexacto. Esta “ley” contempla una sola y macabra excepción: respeta la propiedad sobre los panteones del cementerio. La razón es sencilla, después de muertos los emigrados recuperan su derecho a volver, para ser enterrados en el suelo de su patria.
*Publicado por HT con autorizacion de BBC Mundo.