La lucha por la comida, una historia como miles en Cuba
Por Laura Gómez
HAVANA TIMES – Ileana de Jesús vive con su madre diabética. Los años de la pandemia y el reordenamiento monetario han mermado su capacidad de compra. Como el de todos los cubanos que trabajan para el sector estatal, su salario se hace agua la primera semana de cobro y tiene que hacer magia para llevar el alimento a la mesa.
¿Cuál es su trabajo?
Soy especialista principal de Económica de un Centro de Educación, gano 4410 pesos. Me gradué de especialista en Contabilidad y desde hace 18 años ejerzo mi profesión con buenos resultados. Buenos resultados en el plano profesional, porque lo que gano no me alcanza ni para comer de manera decente. Hace par de años mientras dirigía la sección sindical de mi empresa, me dediqué a gestionar módulos de alimentos para todos los trabajadores; ya lo dejé, ahora solo me concentro en mi trabajo y, claro, como peor.
¿La gente sigue interesada en el sindicato?
Bueno, es algo que funciona solo, como una maquinaria. Sabes que cuando empieces en un centro de trabajo también empiezas en el sindicato de trabajadores de ese centro. Nunca se sabe bien quién cree o quién no cree en el sindicato, porque de eso ni se habla. Luego, cuando hay algún problema administrativo, la gente acude al sindicato, pero como está ligado estrechamente a la dirección del centro, generalmente no resuelve mucho. Supuestamente están para defender a los trabajadores, pero también a la revolución. Así que es difícil de separar.
Por ejemplo, yo fui muy querida, a pesar de que en aquel momento dirigía el departamento de recursos humanos siempre me elegían para ser la secretaria del sindicato; juez y parte. Además de que nadie quería dirigir nada, a mí me elegían porque me dediqué a gestionar esos módulos de alimentos.
Claro, algo parecido viví yo, si hay alguien que resuelve, pues nadie quiere que deje de hacerlo, menos algo tan necesario como los alimentos. Imagino que su labor era una gran ayuda para todos.
Si, ojalá se mantuviera hasta hoy. En aquel entonces los trabajadores estaban muy motivados. No hay nada más gratificante que poder llevar las provisiones a casa sin dedicar tanto tiempo a eso y pagarlas con nuestros salarios, cosa que en la actualidad es imposible. La gestión en sí era agotadora. Tenía que caminar mucho, conversar con los gerentes de las tiendas, llegar a acuerdos. Vivir lejos del centro de trabajo hacía muy difícil transportar las cosas.
Al final garantizaba alimentos y productos de aseo una vez al mes: una caja de cuartos de pollo, entre cuatro y seis paquetes de picadillo, aceite, latas de puré de tomate, alguna gelatina, galleticas y jabones, detergente, a veces champú. Todo eso nos lo vendían sin hacer las interminables colas, podíamos comprarlo de una vez y trasladarlo hasta el centro de trabajo. Luego, a la hora de salida hacíamos la entrega a los trabajadores. Era una lucha conseguir el transporte, contar todo el dinero, luego limpiar bien el local. Ese día los del sindicato que participábamos en eso llegábamos agotados a la casa.
¿Y por qué terminó?
No fue el agotamiento ni la falta de necesidad. Fue el desencanto, ya la gente lo veía como una obligación, exigían mucho y protestaban por todo, los precios ya estaban subiendo demasiado y para la mayoría ya no era tan rentable pagar todo de una vez; además de una experiencia negativa que tuve, ese fue el puntillazo.
El centro contrataba los servicios de una agencia de seguridad. El pago era muy poco y muchos de los agentes pedían la baja. Por esta razón, en ocasiones se contrataba personal sin referencias, sin verificar. Para prestar servicio de custodio se exigen muchos requisitos, está en juego la protección de los bienes de la institución. Un día, luego de la venta, yo no logré conseguir transporte para llevarme todos los productos a la casa, no me quedó de otra que guardar el módulo en el refrigerador del pantry, hasta que pudiera trasladarlos.
¿Se perdió algo?
Al terminar mi jornada laboral acostumbraba a pasar por el pantry y verificar. Un día la caja había desaparecido. No podía creerlo. Atormentada fui a ver al custodio que estaba de guardia. Sorprendido me dijo que había entrado a las 7 de la mañana y no había revisado el refrigerador, supuso que todo estaba en orden, como siempre. Entonces llamé al custodio nuevo que había estado de guardia en el turno anterior, pero me comentó que no sabía nada del asunto. No me quedó más remedio que hablar con todos los trabajadores, los directivos y hasta al jefe de la agencia de seguridad.
¿Contaste con el apoyo de los trabajadores?
Ellos, al igual que yo, estaban muy afectados. No solo porque se había roto la idea de seguridad que teníamos, sino porque era mi sustento del mes y también porque podría sucederle a cualquiera. Uno de los directores me decía que no siguiera indagando, que ya la caja no iba a aparecer. Después comprendí que temía su responsabilidad en el asunto, por tener desactualizado los documentos de la seguridad interna bajo su mandato. Aun así no desistí.
El custodio nuevo se mostraba solidario como si quisiera ayudar. Fueron días de mucha incertidumbre. Mi madre se dio cuenta que algo me sucedía y preferí no decirle. Ella no iba a entender que estuviera así por una caja de pollo, por mucha necesidad que tuviéramos. Claro que ese ya no era el motivo, quería saber quién había sido. No era justo que todos estuvieran en evidencia.
Entonces ¿cómo supiste la verdad?
Frente a mi trabajo hay cajeros automáticos con cámaras de seguridad en la parte superior. Indagué con los trabajadores del banco cómo podía acceder a las grabaciones, tuve que pedir autorización a varios directivos de las sucursales bancarias. Cuando ya tenía autorización me senté con el especialista de cámaras y comenzamos a ver los videos. Ese día a las 5:40 vimos salir al custodio nuevo con una caja bajo el brazo. Era evidente que en la prisa no reparó en esas cámaras. En ese mismo instante grabé el video como evidencia.
Imagino la impotencia al verlo. ¿Pudiste hablar con él?
Lo enfrenté, me aseguró su inocencia, solo cuando le afirmé que había visto la grabación de las cámaras de seguridad, claudicó. La dirección del centro quería denunciarlo a la policía, pero no estuve de acuerdo. Ya tenía conocimiento de que él hacía poco que había llegado a la Habana con su esposa y dos niños pequeños, y vivían alquilados en un cuarto, pasando mucho trabajo. Finalmente se le dio la oportunidad de trasladarse a otra institución.
¿Qué reflexión sacas de esa historia?
Muchas y sobre todo preguntas que aún me hago. ¿En qué situación económica y familiar debió de estar ese joven para cometer un acto así? De seguro lo pensó mucho. No puedo asegurar que tuviera otras opciones, pero evidentemente la urgencia lo hizo confiarse. Lo más penoso es que no le importó que el resto de los trabajadores quedaran como sospechosos. Imagino que no había tenido tiempo de desarrollar sentido de pertenecía ni empatizar con sus compañeros, ahora comprendo que nunca lo fuimos. Un acto así es repudiable, demuestra la falta total de valores. Tal vez si me hubiera pedido ayuda habría compartido con él el contenido de la caja.