No temer a lo feo

Caridad

Zunzun

Caminaba por una de esas largas carreteras, solo por el deseo de caminar, de ver con calma las cosas que apenas miramos cuando pasamos veloces, apretujados y paranoicos dentro de un ómnibus urbano.

Allí estaban ellas, verdecitas, subiendo alegremente por el tronco de un árbol de majagua. Así que son estas las que cuido con tanto esmero en el jardín de un amigo, que me pidió atenderlas hasta que regrese de su viaje.

Mi entusiasmo mermó un poco al ver a estas plantas, similares a las de mis desvelos como improvisada jardinera, viviendo a la sombra de un árbol, en medio de una abandonada carretera y sin la ayuda humana.

Por supuesto que,  gracias a la Vida, todo lo que existe a nuestro alrededor prescinde usualmente de nuestra ayuda, a no ser que sean nuestras propias manos las que lo separen de su entorno inicial.

Las miles de personas que llenan sus jardines y balcones de rosales, helechos, malanguitas, cactus, girasoles; no lo hacen por ayudarlos a sobrevivir. Lo hacen para vivir mejor ellos mismos. Y claro que eso es muy bueno en estas terribles ciudades, si no dañamos a las plantas a causa de nuestro placer.

Hay  cientos de detalles que, sin darnos cuenta, nos hacen más agradable nuestra inquietante existencia.

¿Cuántas  veces compramos insecticidas y caemos atrás a las arañitas tejedoras que se empeñan en compartir con nosotros nuestro techo?  Confieso que cuando tenía por mascota a Tito – un pollo del que nunca supe si era gallo o gallina- lo alimentaba con esas arañitas que se reunían a montones en el portal de mi casa.

Hierbas

Ahora no tengo al dichoso Tito, pero igual no me agrada deshacerme de las arañitas.

Lo que más me atrevo es a deshacer la tela. Y sucede que en mi patio las arañas tejedoras viven a su antojo – más libres que en mi cuarto.

Todos los días tengo un premio más colorido que el solo placer de verlas existir: un inquieto zunzún  llega cada mañana a recoger cuanto pequeño insecto haya quedado atrapado en las redes de “mis” arañas.

Es emocionante y tierno verlo revolotear a un paso de mí.

Quizá sea por esa “confianza” que han venido a albergarse a mi cuarto un zunzún y una bijirita, en noches de lluvia o cansancio extremo. Son de las mejores cosas que han sucedido en mi vida.

Unos días antes de mi caminata por la carretera, en una de esas jornadas de siembra de árboles que hace nuestro colega Erasmo, varios de nosotros discutíamos sobre la necesidad o no de eliminar unas hierbillas que, si bien podrían restarle fuerzas a la tierra, lucían muy hermosas cuando les daba el sol o las batía el viento – similar a los trigales o al sorgo, pero mucho más pequeñas e “inservibles” – .

Un biólogo dio una explicación bastante discriminatoria y poco convincente, para Irina y para mí, sobre lo lógico de su eliminación.

Me habría gustado que estuviera conmigo la tarde de mi caminata, sobre todo cuando en medio de la noche atravesé un terreno cubierto de esas menospreciadas hierbitas.

Casi llegaban a la mitad de mis piernas desnudas, pero no las lastimaban, al contrario, su caricia algodonada me hacía pensar en la inexistencia de la fuerza de gravedad. Las manchas ocres, de lo que podía llamarse sus flores, me hacían creer que navegaba entre nubes de atardecer.

¿Y quién no sueña con atravesar, suavemente, las nubes, el cuerpo libre de todo?  El resto del día, con su cansancio físico, los tumultos de gente, autos, smog, el hambre, la sed; quedó borrado por solo este minuto y medio caminando entre hierbitas feas.

Caridad

Caridad: Si tuviera la oportunidad de escoger cómo sería mi próxima vida, me gustaría ser agua. Si tuviera la oportunidad de eliminar algo de lo peor del mundo borraría el miedo y de todos los sentimientos humanos prefiero la amistad. Nací en el año del primer Congreso del PCC en Cuba, el día en que se celebra el orgullo gay en todo el mundo. Ya no vivo al este de la habana, intento hacerlo en Caracas y continúo defendido mi derecho a hacer lo que quiero y no lo que espera de mí la sociedad.

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