Por amor al ridículo
Por Verónica Vega
HAVANA TIMES – Un alemán que apenas conozco le hizo a mi hijo un regalo inapreciable: el MP3 con que soñaba desde la secundaria. Y puesto que el objeto es en sí una exquisita golosina y los tercermundistas somos unos niños golosos, se lo he pedido en ocasiones para mirar el mundo bajo el embriagante efecto de la música.
Sé que soy demasiado impresionable y me aturdo fácilmente. Me cuesta actuar con naturalidad si voy en una guagua, entre la gente y los vaivenes del vehículo y en mis oídos siento palpitar Alpha, de Vangelis o Canon, de Pachelbel…
Puedo creer que estoy sola y mostrar una felicidad que nadie más disfruta. Puedo olvidar que los cubanos son a veces impíos con la libertad y la diferencia.
Pero ¿será tan terrible ese pequeño ridículo? Viendo a los nuevos walkmen o musicmen con sus móviles o extraños objetos sonoros a todo volumen, irradiando pródigos decibeles a su alrededor, me pregunto: ¿no es mucho más noble el individualismo de un MP3 o un ipod? ¿El supremo egoísmo de esa intimidad compartida sólo con la vista?
Yo al menos, prefiero a esos locos que bailan a solas, o murmuran canciones que nadie más escucha, tal como los otros (oficialmente) locos que hablan con interlocutores invisibles.
Pero puesto que aquí el colectivismo es lo lícito, puesto que la diferencia menos sospechosa es la que nos iguala…
Me temo que con el reciente concepto del placer y nuestras remisas leyes estamos condenados a compartir las aficiones ajenas, contra las que estas delicias de la intimidad (un MP3, un ipod) no representan nada.
No importa cuánto uno intente salvar su individualidad oprimiendo los oídos con los audífonos.