Más allá del desastre
Por Verónica Vega
HAVANA TIMES – Cuando veo casas en peligro de derrumbe, me acuerdo de Juan Carlos, un amigo que ya no está en Cuba.
Vivía a 200 metros de Malecón, en Centro Habana, y un fatídico día el techo de su casa se desplomó. Aunque él y sus familiares tuvieron que ser rescatados por los bomberos, por suerte no hubo muertos ni heridos. Pero el colapso del que había sido su hogar desde niño, cambió su vida para siempre. Juan Carlos era ilustrador de un medio independiente y a partir de entonces, esperaba la hora en que el sol no incidiera sobre la vivienda sin techo, para poder trabajar.
No sé por qué me atraen tanto los inmuebles en ruinas. Será porque exponen lo interno, como una radiografía. Porque son confesiones de un sueño fallido, sin restos de vanidad. Es como si pudiera escuchar las voces que los habitaron, ya desperdigadas en el espacio y el tiempo. De gente que, como yo, nació, creció y fue tejiendo un camino mental (glorioso, por supuesto), dentro de ese menú excitante que ofrece el mundo y en la juventud, parece inagotable.
Al mismo tiempo, ver cómo el cielo triunfa sobre el concreto, me hace pensar en la muerte de los cuerpos y en su desintegración. No es triste si lo pensamos en términos de una liberación. También la naturaleza ve recuperando lo que había perdido y viendo tanto verde sobre muros derruidos, es imposible no reconocer el poder de lo invisible.
Sin su casa, mi amigo no tuvo más opción que exiliarse y por suerte, en un complicado itinerario que incluyó las islas de Suriman y Guyana, pudo llegar a Francia y establecerse como refugiado político.
Ahora, a veces lo veo postear en FB fotos de puestas de sol tomadas desde su actual ventana, en Ingré, distrito de Orléans. Pienso en las ventanas que quedaron inútiles, tras el colapso de su casa en Centro Habana.
Pienso en las casas vacías, por derrumbes parciales o porque sus moradores emigran.
Me acuerdo del documental «Nuevo arte de hacer ruinas», donde personas que viven en edificaciones en estado crítico, en la Habana, exponen lo que es vivir con la amenaza de que un día el techo se desplome sobre tu cabeza. La paradoja de que un refugio pueda convertirse en tumba.
Hace tiempo que no consigo transitar por Malecón sin sentir esta opresión en el pecho. Hoy pienso en la calle de las Ánimas, que recorrí una vez con una amiga buscando la casa de la escritora Reina María Rodríguez. Me acuerdo del término que leí en un texto de ella: «la desbandada». Una expresión que ya cada generación cubana toma como propia y exclusiva.
Me acuerdo del tiempo en que un colectivo de amigos insistíamos en darle una dimensión futura al hecho de vivir en Cuba. Dentro del atropello personal en que se enfrentan los deseos y la inercia de resistir, cada uno fue hallando su ruta y hoy, al recorrer las calles más céntricas, estoy segura de no tropezar con nadie conocido. Todos están del otro lado del mar.
En cuanto a mí, he seguido mi brújula y encontrado también mi derrotero. Por más absurdo que parezca permanecer en el barco que se hunde. Y, salvo estos momentos en que el naufragio golpea, casi físicamente, he construido un micromundo repleto de acciones que no dejan espacio a la melancolía. O a la duda.
Atender a mis animales, escribir, reparar un transportador de gatos, una ropa o cualquier utensilio doméstico y cuanto sea posible salvar con mis propias manos.
El deber tiene el poder de la urgencia. Casi de la solidez. Hay que sacudir la tristeza porque es solo una mezcla de impresiones incompletas. Como esas canciones de amor que nos activan nostalgia por amores perdidos que en realidad ya ni nos interesan.
Los actos compulsivos agotan y, al llegar la noche, el cansancio es el mejor aliado del sueño.
Pero entiendo que es imposible vivir (o hasta sobrevivir) sin una visión de futuro, aunque sea subconsciente. Aunque sea inconfesada.
Sucede que la decadencia tiene el poder de hipnotizarnos. La gente empieza a fijar la idea de la imposibilidad como estado permanente. Entonces, si uno intenta decir que el proceso de demolición empezará a revertirse, las reacciones son de una violencia inesperada.
Los «de aquí» se ponen agresivos por miedo a avivar ilusiones que luego verían estrellarse. Los «de allá», parecen sentir que esa posibilidad inutilizara de pronto ¡tantos sacrificios…!
Entonces, cómo compartir una visión que llega en oleadas y por momentos es tan real que, cuando salgo a la calle, me sorprende no ver aún ese país en ciernes, donde la alegría y el movimiento reemplazarán la depresión y el estatismo.
Como ahora, me limito a caminar en silencio, entre gente desconocida. Miro la puesta de sol desde este malecón que ha visto más que cualquier casa, derrumbada o aun en pie en la Habana. Y espero, silenciosamente, porque cualquier mañana puede ser “el día”.
Es un texto sobre derrumbes fisicos y espirituales, que nos llevan al límite, de cosas que quedan en ruinas, pero también de personas que las dejaron atrás, para un cambio. Yo sé de ruinas porque mi casa también se destruyó y solo vive en mi mente y en mi escritura. Muy bello como describes la decadencia que nos tocó, y que a pesar de todo tenemos el derecho de hacer nuestro microcosmos y sobrevivir.
Hermoso artículo, Vero, como todos. Qué bueno que Juan Carlos puede ahora ver la puesta del sol sin temor a ser aplastado por el techo de su propia casa…o lo que quedó de este.
Tú haces tanto por los animalitos y por otras personas…¡es una maravilla que estés en Cuba aportando felicidad a los demás! Admiro mucho a las personas como tú, como Irina, que desde allá resisten y reportan.
Los que nos fuimos en desbandada…pues no todos reaccionamos con amargura o violencia ante la idea de un cambio, de una Cuba floreciente otra vez. Yo me alegraría tanto. Y por supuesto, volvería.