El alma de un país

Por Verónica Vega

HAVANA TIMES – Buscando imágenes de Cuba para ilustrar mis post, encontré un CD con una compilación de diversos autores para un concurso de fotografía.

Mientras revisaba los archivos, me descubrí abriendo y cerrando las carpetas con precipitación: cada foto me mostraba una escena deplorable o grotesca.

Abría otra carpeta y volvía a encontrar un personaje, un ángulo, una combinación de elementos que nadie querría jamás como objeto de contemplación. Algo repelente que solo se recoge como denuncia, en una especie de alarido.

Pero Cuba no es solo eso, pensaba, y seguía abriendo fotos, tratando de encontrar, de reconocer, mi país.

Era como esas escenas de sexo donde no hay manera de encontrar ternura, entrega legítima, sentimientos nobles. Esa visión subjetiva e intransferible de la experiencia carnal que no es posible atrapar con la pornografía.

Siempre he dicho que los retratos son una reducción demasiado violenta (e incompleta) del acto de existir. Casi nunca es posible captar el movimiento, esa confusión entre lo que el alma contiene y lo que proyecta, todo lo que hace una identidad, a menos que la magia conspire y surja el momento preciso donde la energía traspasa la materia.

Una persona bella puede no ser fotogénica. Y ningún retrato le hará justicia. Pero con respecto a un país, una ciudad, si están rotas sus casas, sus calles aquí y allá inundadas de basura y aguas albañales, si hay indicios de abandono hasta en las edificaciones más regias, los parajes que solíamos admirar, (lo que nos golpeaba con la fuerza entrañable y exacta de la memoria), ¿cómo poder retratar esa Cuba sin, al mismo tiempo, perder el sentido de la realidad?

Tengo amigos, nacidos y criados aquí, que aseguran no tener ningún recuerdo grato de su vida antes de emigrar definitivamente.

Sin embargo, me resulta tan raro, porque fuera de la agresión visual que impone la atestiguación de la decadencia, uno tiene la libertad de edulcorar, con todos los velos de la distancia y la añoranza.

Algo semejante a esos filtros que ahora se usan en los selfies para encubrir ciertas o supuestas imperfecciones.

Como cada mañana, hago mi recorrido hasta el mercado y la panadería, y en ese itinerario de supervivencia cada vez más angustiosa, veo los edificios desteñidos y el pavimento más sucio pero también noto la presencia majestuosa de los árboles y su resistencia contra todo; veo la gente luchando contra el abandono estatal con lo que puede. Cada esfuerzo por construir en un lugar que nos han hecho creer es una estación de paso, es loable y cuenta como parte del paisaje.

Cuando pienso en los momentos más felices de mi vida enseguida recuerdo cuando mi hijo tenía tres años y pudimos vivir en un apartamento alquilado en Alamar, después de cuatro años habitando una de esas casas antiguas de La Habana Vieja, con puerta a una calle estrecha desde donde no ves ni un sólo árbol.

Al este de La Habana el contraste resulta tan gratificante, y cuando llovía, mi niño y yo festejábamos ese verde tierno en la vegetación que ilumina la atmósfera y es como una bienvenida al agua. Cada día era una celebración.

No puedo decir que lo que he vivido cuando he podido salir de Cuba, no sea impresionante y remarcable.

Pero los grandes acontecimientos que me han definido, sí han sucedido aquí.

Y cuando los evoco no siento que estoy en un lugar geográfico sino en un estado donde confluyen sucesos, seres, emociones. Es un encuentro directo con la vida.

Entiendo que el confort tiene un peso sustancial y también, por supuesto, el reconocimiento legal de la dignidad.

Pero, cualquiera que se fue, siendo ya un adulto, vivió aquí su primer beso, compartió con alguien un atardecer en la playa, montó bicicleta, veló con un grupo de amigos en el malecón, compartió el dolor de alguien, empezó a cuestionar la existencia, a rebelarse contra un sistema político o contra la propia providencia, cómo podría decir que nada de lo que vivió aquí valió la pena.

Eso sí me parece una reducción violenta, e insincera de cualquier biografía.

Hoy una amiga me comentaba por WhatsApp entusiasmada sobre la posibilidad de renunciar a la ciudadanía cubana con el nuevo proyecto de Ley migratoria.

Me pareció tristísimo. Veo a Cuba como un ser vivo que languidece contra su voluntad y no como la responsable de nuestros infortunios. Culparla de la sensación de inmovilidad (de asfixia incluso), en una tierra que sigue floreciendo cada primavera dándonos la perspectiva real de que el cambio es una condición natural, que no somos la excepción de las leyes universales, de la dialéctica ni de la historia, es no solo inmaduro sino autodestructivo.

Viendo una entrevista al sacerdote católico Alberto Reyes, me estremeció cuando dijo que estaba orgulloso de los cubanos «porque es un pueblo que se resiste a morir».

Ahora se usa mucho la palabra «resiliencia», y creo que ésta contiene un elemento más sutil que la resistencia física o de la voluntad: algo constituido por los atributos divinos (inmanentes y a veces irreconocibles), que trabaja en lo oscuro, como la semilla bajo la tierra. Y además, por la intangibilidad de la fe.

Incluso si esa fe solo parece empujarnos a mantener un cuerpo, la cohesión de una familia ya dividida por el exilio, la alegría por medio de los chistes más sardónicos y persistir en poner cimientos sobre lo que parece hundirse. La etimología de resiliencia se proyecta también al futuro porque implica la capacidad de recuperarse de los traumas y de recuperar el estado inicial. No veo una palabra mejor para definir a Cuba.

Lea más del diario de Veronica Vega aquí.

Veronica Vega

Verónica Vega: Creo que la verdad tiene poder y la palabra puede y debe ser extensión de la verdad. Creo que ese es también el papel del Arte, y de los medios de comunicación. Me considero una artista, pero ante nada, una buscadora y defensora de la Verdad como esencia, como lo que sustenta la existencia y la conciencia humana. Creo que Cuba puede y debe cambiar y que sitios como Havana Times contribuyen a ese necesario cambio.

2 thoughts on “El alma de un país

  • Las vidas robadas nadie las puede restituir. Da igual si eres ciudadano de ese país abducido por malhechores o no lo eres y donde quiera que vayas “llevarás tu ciudad acuestas” (k. Kavafis) aunque por decisión propia nunca más vuelvas. Quisiera verlo todo desde tu visión. Es tan bonito lo que escribes!

  • Mientras leo tu diario, veo esa Cuba que dejamos atrás, donde había aún belleza y limpieza en las calles, y no existían tiendas con esas monedas falsas, ni la gente tiraba latas vacías en el piso. En el pasado se respetaba a este país y sus ciudadanos no carecían de educación. Pienso ahora en la degradación y la falta de derechos. La ley de la selva cuando vas a comprar alimentos y ves que te miran raro si discutes los precios. Hay que ser fuerte para poder resistir este caos.

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