Cuba de mis maltratos
Verónica Vega
HAVANA TIMES — Qué sería del ser humano sin esa capacidad de “editar” de la memoria, evitando neurosis y depresiones. Aunque según sicólogos y siquiatras, muchos trastornos psíquicos tienen por causa heridas sepultadas en lo más hondo del subconsciente.
¿Cómo saber la diferencia? ¿Qué hacer con lo que nos afecta? ¿Imitar esos mensajes de internet con bellas fotos donde la terapia consiste en sonreír y reenviar?
Lo he probado, créanme, y no siempre funciona. Como hace unos días, cuando salí con mi esposo para encontrarnos con dos amigos y colegas de Havana Times, Irina Pino, y Ernesto Pérez Chang.
La cita era en la Habana Vieja, y fuimos a una pastelería particular ubicada en la calle Sol. Mientras estuvimos ahí todo fue apacible y grato: la atención de los jóvenes camareros, el sabor del té, las deliciosas galletas. El diálogo completamente libre, sin miradas de recelo o la presión de que un cliente esperaba nuestro sitio.
Ahora, una vez fuera del mágico círculo, el país cambió. Estando en la librería Fayad Jamís, Ernesto le preguntó a un empleado que conocía si podíamos pasar al baño. Este accedió amablemente, pero cuando salíamos del sanitario, un señor nos inquirió con hosquedad si habíamos pedido permiso y luego, quién nos lo había dado. Mientras dábamos explicaciones nos sentíamos como niños desobedientes o peor, como delincuentes.
Luego, tratando de cambiar un simple billete de 10 CUC, en una cafetería de la calle Obispo, mi esposo esperó tanto tiempo junto al mostrador que llegó a preguntarse si era invisible. Yo intervine, logrando que un camarero me dijera de mala gana que una coca cola valía 50 centavos más que en cualquier otra parte.
En otra cafetería pensé comprar un helado y nos dijeron secamente que no tenían cambio. En una dulcería estatal sí tenían, pero los dulces nos decepcionaron: no se parecían a los que probamos ahí mismo hace unos meses. Irina reclamó que le cambiaran sus coffecakes por unos semejantes a los que se exhibían en la vidriera, y se los cambiaron sí, cómo quien tiene que contar hasta mil por la impertinencia de los clientes.
Nos dirigimos a la galería Wilfredo Lam con la ilusión de ver la reciente exposición de Tomás Sánchez, sólo para enterarnos de que estaba cerrada porque no había habido electricidad; qué importaba si ya se había restablecido y faltaba todavía para la hora del cierre: la opción inapelable era volver al día siguiente.
Entre uno y otro deambular por Obispo, esa arteria devenida en tramoya de pasado (sin melancolía), ver cómo un cuentapropista cobra por forzar a su perro a no moverse por horas mientras soporta un traje, unas gafas y un sombrero. Una gata siamesa igualmente confinada al estatismo nos mira desde el pálido azul de sus grandes ojos, y la dueña, vestida a la antigua, lanza una mirada fulminante a cualquiera que intente tocar el animal sin dinero en la mano.
Pagadores de promesas junto a estatuas de San Lázaros con cachorros vivos para ablandar el corazón del prójimo; un señor mal vestido obliga a una rata blanca a sostenerse del cuello de un perro sato, Obispo arriba, Obispo abajo.
Todo bajo un sol implacable. Ernesto se despidió primero, acompañamos a Irina a que cogiera un taxi colectivo. Cerca del resto de la muralla que delimitó hace siglos la ciudad intramuros, me sobrecogió el estruendo de cláxones, motores atronadores, vendedores que gritan (no pregonan), imponiendo con desesperación su mercancía. Alrededor, rostros de una dureza impresionante.
El viaje en la ruta 400 con uno de esos jóvenes choferes que no sé cómo aprobaron para tal plaza: uno se siente como en una montaña rusa, (sin diversión) mientras es llevado hacia atrás, hacia adelante, choca con alguien, evita chocar, se agarra con todas sus fuerzas en un giro y los bruscos cambios de velocidad le revuelven el estómago.
Al llegar a la casa intento pensar que pasé un bello día con mis amigos, edito y reconstruyo, antes de que la realidad tome alguna consistencia. Pero la sensación de golpe, de dureza, de maltrato, sobrevive al baño, a la ropa limpia, a los comentarios felices. Sobrevive incluso a la voluntaria destrucción de las imágenes.
la triste realidad de un pais enfermo
Te entiendo por eso decidi leerte a 90 millas aunque se que esa no debe ser la solucion, y eso no es nada.Hay realidades mucho peores.Cosas que oculta esa Habana y esa Cuba mucho peores.
Me encantó tu manera de transportarnos a estar allí y pasar las mismas vicisitudes que narras.
Tienes toda la razón y una agudeza excepcional para mostrar las dos caras del asunto. Un encuentro feliz entre amigos y un entorno tan agresivo por incompetencia o por reglas del juego que no deben seguir existiendo, te deja esa sensación de necesidad de editar, para no quedarte definitivamente encerrada en tu casa.
Esa misma sensación de vivir en una sociedad «al revés» la experimenté mucho antes de salir de Cuba.
Saludos.