Soy Cubana, respétame
Caridad
Soy de Cuba. A veces me pregunto cómo me sentiría si fuera jamaiquina, holandesa o sudafricana. ¿Por qué? Ahora mismo, mientras leen mis pensamientos, más de la mitad de las personas comenzarán a juzgarme.
¿Por qué? Porque ser cubano es, para demasiada gente, un asunto de moral, aún más, un asunto político.
Y les puedo asegurar que para me eso resulta más extenuante que esperar 3 horas bajo el sol para pagar la cuenta del teléfono o cualquier otro trámite burocrático en los que solemos ahogarnos.
Si un jamaiquino o una holandesa tienen posibilidades de entrar a la Internet y crear un blog, es muy probable que nadie lo lea y, si lo hacen, no les llamará la atención que esa europea se queje de la lentitud del metro a las 12 del día, o que el jamaiquino divague sobre sus deseos de conocer la nieve.
Si yo – cubana – creara un blog y escribiera alguna nota sobre las aguas albañales que corren frente a mi casa hasta depositarse con dulzura – justamente – dentro del parque infantil que, también, está frente a mi casa; sucederían 2 cosas:
- recibiría unos cuantos comentarios catalogando de asesinos al gobierno de mi país.
- recibiría unos cuantos comentarios catalogándome de:
a). disidente
b). mentirosa
c). persona que solo sabe ver (u oler) las cosas malas que me rodean, o sea, Pesimista.
d). persona sin derecho a criticar porque – a juzgar por mi edad – no he hecho Nada por mejorar mi país.
e). persona obnubilada por el maldito, veleidoso y sucio sistema capitalista, etc.
También podía llegarme alguna acusación de provocadora o doble agente de la Seguridad Cubana.
De lo que se deduce: los cubanos no tenemos derecho a expresarnos (a menos que queramos escuchar toda esta sarta de…palabras…faltándonos el respeto), en conclusión: menospreciando nuestro intelecto, porque expresar nuestra preocupación respecto a problemas que nos agobian equivale a que preferimos los «cantos de sirena» del «otro gobierno» (los malos yanquis).
Es como si nuestra capacidad intelectual se redujera a criticar ciegamente lo que tenemos, y detrás de nuestras palabras no existiera una vida llena de experiencias, estudios y talento para hacer cosas.
Ya lo dijo el ingenioso Carlitos Marx, cada cual piensa según su modo de vida (el que se le permite o el que logra alcanzar).
Para mí, mujer cubana con miles de derechos ganados y miles por ganar – porque de eso se trata el progreso, la evolución de la especie, del batallar a diario por mejorar cada día, por sentirnos un poquito mejor, más humanos; pues desde esta posición bastante liberada me sería muy cómodo entrar a un sitio paquistaní, afgano, argelino – o cualquiera similar – para criticar la pasividad de las mujeres de esos países donde apenas si tienen derecho a ser personas (o para hablar mal de los hombres que las someten).
¿Quién soy yo? ¿Dónde vivo yo? ¿Qué sé en realidad sobre la vida de cada una de esas personas tan lejanas?
Como humanista que soy me duele todo lo que le suceda a mujeres, hombres, niños y niñas, pero considero que a la hora de opinar hay que tener mucha delicadeza para no terminar diciendo lo contrario de lo que queremos.
Lo dicen los libros antiguos: el que mucho habla mucho yerra.» Y también hablan de querer sacar la paja en el ojo ajeno sin haber retirado antes la basura de nuestro propio ojo.
Me gustaría que alguna vez decir: soy cubana, no me atrajera miles de preguntas con perfil político, que no se me juzgara solo por el hecho de serlo, que en algunos países desarrollados no me vieran como mercancía fácil para cierto tipo de prostitución, matrimonios ventajosos, como una semifundamentalista lista para agredir a quien diga algo en contra de nuestros gobernantes, como una casi mártir dispuesta a dar mi vida por un ideal, como una disidente que apenas sabe leer y se deja comprar por 100 dólares, como una joven inmadura.
Simplemente un ser humano. Con sueños, ilusiones como cualquier otro, con alegrías y tristezas, con un entorno a veces favorable y otras muy desfavorables -como los de cualquier ciudadano del mundo -.
Ser cubano debe dejar de ser una interferencia a la hora de relacionarnos con el resto del mundo. Siempre me ha parecido preferible – y más sano – contarnos nuestras experiencias en vez de juzgarnos.