Síndrome de Estocolmo

Por Dmitri Prieto

Hace unos días, estaba yo a eso de las 7 y media de la noche en Peñas Altas (Guanabo), un lugar casi en el límite de la capital cubana, a 20 km de Santa Cruz del Norte, pueblo donde yo vivo. Estaba allí porque venía de Ciudad de La Habana, y esperaba un transporte que me recogiera y me llevara hasta mi casa.

Peñas Altas es el lugar más cercano a Santa Cruz al que se puede llegar en una guagua (ómnibus) regular. Es de la ruta 400, y su terminal está precisamente allí: en Peñas Altas. Teóricamente hay una ruta que llega hasta Santa Cruz -la 669- pero su existencia misma es cuestionable, como la existencia del monopolo magnético, de las civilizaciones extraterrestres, o de la Theory of Everything. Eso quiere decir que en lo que los físicos y filósofos (los administradores y transportistas) se ponen de acuerdo, nosotros los santacruceños no sabemos si tenemos una guagua que pueda llevarnos a casa después de una visita a la Capital de la República.

En esas condiciones, es mejor presumir que tal guagua existe en el mismo sentido que existe, por ejemplo, la Unión Soviética. O sea, que existe como un hecho histórico, pero no en la realidad de hoy.

Pues estaba yo a eso de las 7 y media de la noche en Peñas Altas, recién llegado allí de un encuentro con unos amigos capitalinos, y el tiempo pasaba y pasaba.

Había ya unos cuantos santacruceños acumulados en la (ex)parada de la (ex)669. En eso, de repente llegó  un Chevrolet hecho como en el 1956, paró, y varios santacruceños esperanzados se mandaron a correr para gozar de la posibilidad de usar un medio de transporte del sector privado para llegar a sus casas en lo que el Estado iría decidiendo sobre la existencia o no de la 669. Yo fui uno de esos santacruceños, y felizmente pude abordar el Chevrolet.

Ese Chevrolet de 1956 forma parte de la gran flota de taxis privados que operan a precios de mercado. Algunos están autorizados por el Estado, otros no, pero ese detalle es lo menos importante cuando uno está a 20 km de casa en lo que va oscureciendo, y el Estado sigue sin ponerse de acuerdo consigo mismo sobre cómo lograr que los santacruceños tengan una guagua que los lleve a la Capital y los retorne a casa.

El mercado ha establecido el precio del pasaje Peñas Altas – Santa Cruz en unos 10 pesos cubanos (Moneda Nacional). Según la cotización de nuestro renminbi criollo en el mercado interno, eso vale como unos 40 cents de USD.

Pero por alguna razón del sistema monetario criollo o del mercado o de los Chevrolets (pero definitivamente no por una razón del Estado), los precios de la transportación privada en Cuba a veces suben de repente en 10 unidades de una sola vez.

Es como si fueran una propiedad cuántica: el quantum es de 10 pesos, y el chofer puede cobrar 10 pesos, o puede cobrar 20, o hasta 30, pero nunca 12 ó 16. Pero de algún modo los santacruceños presumimos que la mano invisible del mercado (definitivamente, no la razón del Estado) pone el precio del transporte privado de Santa Cruz a Peñas Altas y viceversa en 10 pesos cubanos (Moneda Nacional), indistintamente de la marca del carro -si es Chevrolet, o Dodge, o Buick, o Ford, o Mercedes Benz, o hasta Fiat polaco.

Bueno, pues me monto -feliz- en el Chevrolet, y me doy cuenta que solo tengo billetes de 20 pesos. Voy mirando el paisaje, el mar, las torres de petróleo cubano-chinas y cubano-canadienses, los barquitos de los pescadores en Boca de Jaruco, la termoeléctrica de Santa Cruz, hasta que -¡Oh, gracias, Dios!- estoy en casa.

Saco mi billete de 20 pesos y se lo extiendo al chofer, en espera del justo vuelto de 10, al precio justamente situado por la invisible mano mercantil de Adam Smith. El chofer me mira, extrañado, y dice: «es a 20». Entonces, yo pongo cara de carnero degollado y en lo que me deslizo por el asiento hacia fuera del carro, voy mascullando llorosamente: «Ño, acere, no me lo dijiste, yo no sabía que era a 20, bróder, no me lo dijiste, acere, no me lo dijiste».

Salgo del carro, cierro la puerta, y me dispongo a caminar hasta mi edificio, en lo que oigo un silbido, miro hacia atrás, y veo cómo el chofer me extiende por la ventanilla del Chevrolet de 1956 un billete de a 10 pesos: «¡aquí tienes, socio!». Agarré el billete, di las gracias, deseé buen viaje y salí corriendo para mi casa.

Lo raro es que de repente empecé  a sentir como un remordimiento que me iba royendo la conciencia… En vez de alegrarme por el dinero devuelto y de paso auto-celebrar mi habilidad de negociador (o de mendigo, como jocosamente me dijo después Regina Cano), le empecé poco a poco a coger lástima al chofer, fui pensando que yo era como un ladrón, como un abusador, quitándole el dinero del trabajo al pobre hombre… Me acordé del síndrome de Estocolmo, el extraño fenómeno psicológico que consiste en que los rehenes víctimas de terroristas le cogen lástima a sus captores.

Quizás mi subconsciente me sugería desde su profundidad, que hace unos meses fueron aprobadas nuevas medidas de control de los transportistas privados, que hacían que esos porteadores solo pudieran operar en las provincias donde está inscrita la matricula de sus autos, y moverse solo por los recorridos autorizados oficialmente.

Por cuanto muchos de los autos que trabajaban en la capital son de la provincia La Habana (que rodea a la Ciudad de La Habana, pero no la incluye, pues ésta es una provincia aparte), y gran parte de ellos además no tenían permiso para trabajar como taxis, se desapareció un gran segmento de la oferta de transporte particular, y eso además afectó directamente a los municipios de La Habana como Santa Cruz (porque los autos que iban a La Habana a trabajar y después por la noche retornaban a nuestros pueblos campestres muchas veces recogían a los que necesitábamos movernos en uno u otro sentido).

Precisamente por esa sobrerregulación el mercado reaccionó con una tendencia de alza (cuántica: de 10 en 10) en los precios del pasaje, además de que moverse por la noche es cada vez más riesgoso (en el sentido de la probabilidad de quedarse a dormir en la parada).

Mientras meditaba de ese modo, ya estaba en casa. Total, alegre o triste, podía estar tranquilo una noche más. Porque no es fácil: la semana anterior en una ocasión había tenido que caminar los 20 km a pie y en solitario… unas 3 horas y media, de madrugada, bajo la luna en cuarto creciente, un tramo que en auto o en bus es de apenas unos 25 minutos.