Una mirada de horror

Por Rosa Martínez

La Universidad de Oriente en Santiago de Cuba. Foto: MES

HAVANA TIMES – Hace algunas semanas el compañero Glaria escribió un post relacionado con una experiencia personal durante el mal llamado Periodo especial, y la lectura de ese artículo me hizo retomar unas notas que comencé hace algún tiempo, pero por razones de una u otra índole no había podido finalizar.

Igual que Glaria, o como casi todos, tengo muchos recuerdos tristes de esa etapa durísima que sufrimos todos los cubanos, y de la que aún no nos libramos del todo.

Quiero compartir con los amigos de HT una de esas historias:

Yo cursaba el 5to año de Filología en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba. La situación en casa se había apretado tanto, que no me quedó más remedio que convertirme en merolica para no tener que dejar mis estudios.

Lo poco que podían darme mis padres apenas alcanzaba para el transporte interprovincial cada 15 días ida y vuelta, así que llevaba cosas desde Guantánamo para vender en la beca, y traía otras de Santiago para vender en mi ciudad natal. Aquí generalmente vendía productos que escaseaban muchos más que en la segunda ciudad más grande del país, como por ejemplo harina y espaguetis.

Vender en la beca, al principio, me causó mucho bochorno, pero como tantos otros también lo hacían y mis compañeros me daban ánimos e incluso ayudaban, con el tiempo me acostumbré a que formara parte de mi rutina, igual que estudiar hasta bien tarde en la noche.

Hacerlo en mi pueblo fue otra historia. Primero solo lo hacía en mi vecindario, pero como vivo en una zona tan podre de la urbe, muy pocos compraban, y necesitaba el dinero no solo para sustentarme y comprarme lo necesario para continuar en la universidad, sino también para ayudar a mis padres que pasaban escaseces de todo tipo.

Así que no lo pensé más y un sábado que estaba de pase cogí una bicicleta vieja que estaba tirada en el patio de la casa y comencé a vender cosas por toda la ciudad. Por aquella fecha no había inspectores ni nada por el estilo que molestaran, en realidad entonces muy poca gente vendía en la calle.

El negocio iba en marcha y a toda vela; todos los fines de semana que viajaba a casa me montaba en mi destartalada bici -lo cual adoraba- y desandaba por toda la ciudad tocando de puerta en puerta vendiendo cualquier cosa que pudiera comprar barato en Santiago y revender un poco más caro aquí.

Todo iba bien hasta que un día llegué a una linda vivienda en el corazón de Guantánamo; quien me atendió fue un estudiante de Medicina, un joven que había compartido mi pupitre escolar durante tres cursos en la vocacional, quien muy sorprendido me dijo: pero Rosa, ¿qué haces? Pareces una loca en esa facha, no puedo creer que andes de puerta en puerta vendiendo cosas…

Yo sabía que no hacía nada deshonesto y que gracias a mi esfuerzo incluso mis padres podían comer un poco mejor y, por supuesto, seguí haciéndolo. También comprendí que mi antiguo compañero del pre no quiso ofenderme, pero lo cierto es que su mirada de asombro-horror no pude borrarla jamás.

 

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