Historias de trenes

Rosa Martinez

Foto: Caridad

HAVANA TIMES — Cuando leí el post —– del  colega Erasmo Calzadilla, me reí bastante y no es que me alegrara de los trabajos que pasó con su viaje en tren, sino porque algo similar me ocurrió a mediados de los noventa, que he contado entre amigos y hora, igual que Erasmo, quiero compartir con los amigos de HT.

Yo, a diferencia de Erasmo, no iba en un viaje de placer ni mucho menos, estaba determinado por los problemas de salud de una tía que había sufrido un infarto cardiaco y era reportada de grave en el Hospital provincial de Ciego de Ávila.

La crisis del transporte por aquellos días era peor que ahora, los ómnibus interprovinciales escaseaban, creo que hasta el único vuelo de mi ciudad Guantánamo-Habana estaba cancelado en esa época, así que no tenía otra opción que montarme en el gigante de hierro para dirigirme a la Ciudad de las Piñas.

Mi tía podía morir en cualquier  momento, y la tristeza me embargaba, pero optimista como soy pensé siempre en su recuperación y decidí aprovechar el viaje no solo para ayudar en sus cuidados, sino también para  conocer esa ciudad de la que solo sabía lo que había leído o visto en televisión.

De la estancia en tierra avileña no tengo quejas, desde la atención de mi tía en el hospital provincial, hasta las personas que, aunque diferentes a los orientales, no dejan de ser hospitalarios y atentos.

La estancia en el tren, sin embargo, fue otra cosa bien diferente. Empezando por la salida con tres horas de atraso y la llegada con 10. Durante la tarde todo estuvo bien, o mejor dicho regular, porque en un tren cubano nada marcha bien. Pues estuvo regular hasta que el baño comenzó a regalarnos esa fragancia que solo un tren y un baño de terminal pueden dar.

Después al olor del baño se unió otro más desagradable aún que no sabía de dónde procedía, pero de mantenerse me desmayaría en cualquier momento.

Afortunadamente la ferromoza sí lo conocía bien, llegó hasta donde se originaba, se acercó a un joven alto y le dijo: Óigame, ponga sus zapatos de vuelta a sus pies, de donde nunca debieron salir o lo tiramos a usted por la ventanilla, y créame que no estoy jugando. El muchacho sonrió y nos dio algo de alivio al ponerse el calzado.

Llegó la noche entre comidas, conversaciones, quejas, risas y lamentos. Imagino que casi todos los viajeros pudieron dormir un poco, todos, excepto mis compañeros de coche y yo, que fuimos acompañados por un borracho mejicano, es decir un borracho que pasó la noche entera cantando mariachis, y una niña de 7 meses que lloraba.

Foto: Caridad

Lo más curioso del caso es que si la niña y el borracho hubieran ensayado, no lo hubieran hecho tan perfecto; cuando la niña lloraba el borracho callaba, y apenas el intérprete comenzaba a cantar, la niña automáticamente se callaba.

Recé y recé para que esos dos unieran sus repertorios musicales y así a lo mejor se callaban también al mismo tiempo, pero ¡qué va! no hubo Dios que escuchara mis plegarias. Pasamos la madrugada entera escuchando aquel concierto inesperado.

Cuando los rayos del sol regresaron al otro día había gran tranquilidad. No me lo podía creer, me había quedado dormida al igual que la niña y el mariachi. Así estuve durante una hora y media más o menos, faltaba una hora aproximadamente para llegar a mi destino cuando comenzó a caer la lluvia que nos había amenazado durante todo el trayecto.

La lluvia refrescará el ambiente y se llevará los olores extraños, pensé. Y comencé a disfrutar del olor a tierra húmeda que tanto me gusta, cuando comenzaron a caer goterones encima de mí y del vecino del asiento delantero.

Rápidamente me paré. Tendré que hacer el resto del trayecto de pie, carajo, era lo único que me faltaba, dije en voz alta.

Pero el vecino buscó una solución, encontró un pedazo de cartón que nos sirvió de paraguas dentro de aquella tartabia de tren.

Así estuvimos unos 10 minutos cuando un movimiento inesperado del vecino movió el cartón y dejó caer toda el agua acumulada sobre mi cara.

Y así finalicé el viaje, 10 horas más tarde de lo que debía, llena de olores, el más agradable era el olor a hiero, y por último empapada.

 

One thought on “Historias de trenes

  • que vaina, a uste le hubieran sonado par de ballenatos y untado con esto pa’l delicatessen!

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