Por una democracia con honduras

Alfredo Prieto

Los sucesos hondureños, que dominan hoy los titulares de la prensa latinoamericana, constituyen, si algo, una evidencia de las debilidades de la democracia y las instituciones democráticas en Centroamérica, una región caracterizada por una de las distribuciones más polarizadas del ingreso y donde el caciquismo y la cultura de la violencia pululan como lobos alrededor de corderos.

Como se sabe, Honduras se tipifica por tener una de las clases políticas más rancias y conservadoras de la zona –tal vez exceptuando a la de El Salvador–, en el fondo incómodo con la idea de que el juego democrático implica la aceptación de la voluntad popular manifiesta en las urnas.

El Partido Liberal, la base política de Zelaya, no ha tenido nunca una propensión al radicalismo, pero el Presidente cometió, entre otros, el pecado capital de realizar ciertas reformas, intentar convertir la tristemente célebre base militar de La Palmerola en un aeropuerto civil y alinear al país con pactos de integración que concitaron el rechazo de la plutocracia histórica, cuya reacción extrema –el golpe– denota a las claras la sensación de que les estaban serruchando el piso con Hugo Chávez y Fidel Castro.

El país, sin embargo, parece estar dividido, aunque la creciente movilización popular en torno al Presidente desplazado sugiere que el apoyo político al golpismo está en declive e incluso hoy no incluye a sectores que en un principio respaldaron la asonada.

La maniobra resultó tan torpe y mal facturada –como esa de la carta de renuncia, calcada “a la venezolana”– que no convenció ni siquiera a sus propios demiurgos. Son como los Borbones: ni olvidan ni aprenden.

En cuanto a las salidas a la crisis, me declaro en el bando de los escépticos. La mediación costarricense, encabezada por uno de los arquitectos de la pacificación del conflicto centroamericano de los años ochenta –es decir, por la neutralización de todo radicalismo– parece apuntar a un previsible callejón sin salida.

Los golpistas no van a salir del poder por esa vía, ni Zelaya será repuesto donde le corresponde por mandato popular. Las sanciones de la OEA no parecen estar surtiendo el efecto deseado más allá del aislamiento político regional y mundial. Y la posición norteamericana es cuando menos poco consistente, presa de contradicciones inter-burocráticas en las que los halcones van por un lado y las palomas por otro.

Honduras es un caso-prueba para quienes quieran estudiar y comprender el carácter no racional-unitario del proceso de toma de decisiones en la estructura de poder de los Estados Unidos. No se puede legitimar como “presidente interino” a una criatura putativa de los milicos, por un lado, y por otro afirmar que Zelaya es el único presidente legítimo.

Tampoco han calificado de golpe lo que ocurrió. Además, no acaba de hacerse claro si la política hacia América Latina constituye o no una prioridad efectiva, más allá de la retórica. Más bien da la impresión de que nuestros países constituyen un pesado fardo que se arrastra en medio de una abultada agenda doméstica, de conflictos duros como el iraquí y el afgano, y de las relaciones con Rusia.

Una democracia canija y sin honduras, más la costra dominante, son los mayores handicaps del proceso hondureño. El golpe constituye un peligroso precedente que, de no ser sacados sus ejecutores de donde están, enviaría una poderosa señal a otras clases políticas conservadoras latinoamericanas, cuya posición ante los cambios de la hora  no es en el fondo muy distinta a la de los sectores mas rancios, pero con poder real, de uno de los países más pobres de todo el hemisferio.