Mi historia como emprendedor en Cuba

Puesto de venta particular en La Habana. Foto: Jorge Beltrán (El Toque)

Por Osmel Ramirez Alvarez

HAVANA TIMES – Actualmente es normal y hasta bien visto, dedicarse al comercio y al emprendimiento en general, pero los que ya no somos tan jóvenes recordamos que ser negociante en Cuba era equivalente a ser un delincuente. Y de hecho lo eran, porque no existía legalidad para tales prácticas fuera del marco estatal.

Me considero emprendedor por naturaleza, veo negocio en todo sin que sea algo enfermizo, claro que no. Tengo la habilidad de percibir las oportunidades de emprendimiento y a menudo la gente que me conoce me consulta y doy ideas de negocio, que casi siempre tienen buen resultado.

Personalmente me dedico a un negocio propio, aparte del periodismo y el activismo cívico por una Cuba Mejor, y he tenido éxito. Me va bien. Y creo que, repasando mi propia historia al respecto, se puede tener un acercamiento a este tema, tan estigmatizado en medio del enfrentamiento político entre cubanos.

Desde pequeño, en los años 80, siempre encontré chocante el estigma delictivo que cargaban los comerciantes furtivos en aquella época. Mi familia materna, descendientes de gallegos, eran (y son) todos autónomos y ‘negociantes’. Es raro que alguno trabaje ‘con el Estado’. Cosa común ahora, pero bien rara antes de los 90. Enseguida, después de los 15 años, descubrí que había heredado de mi madre, hasta entonces encerrada en el closet, que tenía alma de emprendedor.

Después de los 90, con la caída del muro de Berlín, muchas cosas cambiaron. Al depreciarse el salario y elevarse la escasez, el machismo y el radicalismo doctrinario de mi padre cedió a la necesidad real, y mi madre y yo comenzamos a hacer ‘negocitos’ para aliviar las carencias. Claro, como era buen estudiante y todavía había esperanzas de que el futuro de Cuba iba a ser el de hombres y mujeres de ciencia (no de recibidores de remesas), estudiar era lo primero.

Mi madre, ama de casa, y mi padre era dependiente en una bodega con un salario de 148 pesos, para una familia de cinco con los tres hijos, mis dos hermanas y yo, realmente estábamos ahí cerca del umbral de la pobreza. La meta era estudiar, graduarse con un título universitario y mejorar como lo habían hecho decenas de miles por esa vía. No imaginábamos que eran los últimos, que nunca más estudiar iba a volver a ser una opción de cambio de vida. 

En ‘la vocacional’ de Holguín estudiaba el pre-universitario y mi primer negocito fue invertir los  cinco pesos que me daba mi padre para la semana, en flores plásticas que todavía quedaban en las tiendas de la capital provincial, y mi mamá la vendía durante la semana. Fue un éxito y durante algunos meses funcionó, hasta que ya no hubo más flores. Empezaba el Periodo Especial y todo se iba acabando.

Observé entonces que la mayoría de mis compañeros de albergue habían empezado a fumar cigarros y no se vendían en las cafeterías de la escuela. Enseguida comencé a venderles y sacaba el dinero de mantenerme allí. También los sábados que no había pase, iba al Valle de Mayabe, un centro de esparcimiento de entonces, y compraba bocadillos de requesón a 20 centavos y los revendía a 40 centavos, duplicando la inversión. Cosas así pequeñas.

Ya en la Universidad de Oriente, estudiando Biología, tenía un estipendio de 15 pesos mensuales y una pizza costaba 20. Mi papá me podía dar apenas 20 pesos cada dos semanas. Era imposible sostenerse. Enseguida encontré de qué hacer negocitos. Viajaba todos los fines de semana y conseguí un contacto en Holguín, a 90 km de mi casa en Mayarí, que estaban haciendo jabón de grasa de coco. Mi mamá igual los vendía entre semana.

Alquilaba una bicicleta y buscaba sardinas molidas que luego fue alimento porcino, pero para entonces era un alimento con gran demanda para la gente, en medio de la escasez. Iba sobreviviendo.

Ocasionalmente conseguía cigarros y llevaba a vender a la universidad y cuando conseguía ron Bariay a granel en Mayarí, los llevaba para Santiago y le daba una comisión a una de mis tías que viven allá, y me los vendía. En aquella provincia había escasez de ron porque estaban restaurando las fábricas para entrar en el naciente mercado de divisas y era una oportunidad pasajera.

Cuando despenalizaron el dólar en 1993, en Santiago abrieron la primera tienda TRD en el reparto Sueño, recuerdo se llamaba ‘Fantasía’. Allí encontré ‘el negocio’ que hice hasta que terminé la universidad en 1998: revender en Mayarí las cosas de alta demanda y necesidad que vendían en dólares. Estudiar me ocupaba la mitad de mi tiempo, buscar qué vender para poder estudiar, el resto.

Cuando me gradué me ubicaron en un centro de investigación provincial de la caña de azúcar. Muy interesante, pero ganaba apenas 198 pesos al mes. Tenía una relación casi como casados y ella estudiaba medicina, sentía que debía apoyarla y el salario no alcanzaba ni para mí. Así que me dediqué a criar puercos fuera del horario laboral y revender cosas, para lo que mi mamá no era suficiente y fomenté tres puntos de venta más.

Así me sostenía, pero mi trabajo tenía responsabilidad y me ocupaba el tiempo. Estaba muy limitado en el crecimiento de cualquier emprendimiento y trabajar con el Estado seguía siendo ‘lo legal’ y más seguro, aunque insuficiente, porque el emprendimiento era tolerado hasta ciertos niveles, pero no tenía ‘legalidad’.

Cuando Fidel decidió destruir la mitad y luego más, de la industria azucarera, me chocó tanto la decisión que me fui del sector de la ciencia asociada a ese cultivo. Entré en Salud Pública y terminé allí en el programa de genética médica, perfilado a trabajar y ser responsable de los diagnósticos citogenéticos en la región Este de la provincia. Me entrené y trabajé en Holguín a la espera del equipamiento, que nunca llegó tras la salida de Fidel en el cargo.

Durante los dos años en Holguín, me entrené muy bien y era muy apreciado entre los profesionales allí. Pero ganaba 340 pesos y era apenas el 20% de lo que una persona necesitaba para mantenerse. Y ya estaba casado con una maestra, que ganaba parecido. Tuve en ese periodo un gran éxito para mi economía, pues en Holguín había una estructura comercial en el mercado informal que surtía a los negociantes, casi todos ilegales entonces, de sus mercancías.

Logré indagar por los contactos adecuados y creé una red de vendedores en sus casas en Mayarí, así cuando terminaba de hacer estudios cromosómicos durante el día, al salir iba a recorrer comercios informales y acumulaba las mercancías para el viernes por la tarde llevarlas a Mayarí y distribuirlas.

Me hice así de los equipos electrodomésticos de la casa, indispensables para tener un mínimo de calidad de vida, y reinvertí en un negocio de banco de películas para tener un ingreso más estable. Me iba bien, pero al dedicar tanto tiempo primero a estudiar y luego a trabajar con el Estado, no alcanzaba la libertad financiera que quería conseguir y tenía como objetivo.

(Continuará)

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