En un barrio del este de la habana

Osmel Almaguer

Playa de La Habana del Este. Foto: Caridad

A Yoilan lo conocí en una de esas cortas temporadas que no había pasado preso. Nuestra relación no fue de amistad, sino más bien de compañeros, de hablantes de esquina.

Yo hacía guardia en un restaurante de Guanabo. Él se paraba junto a mí en la entrada y conversábamos de “lo dura que está la calle.”

Al principio no sabía quien era él, pero luego me dijeron que había pasado más de la mitad de su vida en prisión. Estafa, acoso al turismo, hurto, robo con fuerza, desacato a la autoridad y alteraciones del orden público, eran algunos de los cargos por los que había cumplido.

Él mismo contaba su vida como si fuera una aventura. A decir verdad, no me caía mal, a pesar del expediente que tenía. Quizás fue por eso que no me predispuse con él, ni siquiera cuando, en medio de una conversación intrascendente, me soltó que él no se metía con nadie, pero el que se hiciera “el cabrón” se “iba del aire,” refiriéndose a que él no perdonaría la vida de quien se metiera con él.

Yoilan era alto y largo, aunque no flaco ni huesudo. Tenía en su rostro las marcas de la vida marginal y presidiaria. Sin cicatrices, pero con muchas ojeras, cierta ferocidad en la mirada, y un envejecimiento prematuro.

En Guanabo muchos lo respetaban, o le temían, o lo detestaban en secreto. Le debía dinero a cantidades de gente, y no parecía tener intensiones de devolverlo.

Tiempo después dejó de pasar por la entrada del restaurante. A decir verdad más nunca lo vi. Sin embargo seguía escuchando comentarios de sus fechorías: que si “Yoilan le arrebató la cartera a un Yuma,” que si “Yoilan me debe 40 CUC desde hace un año,” que si “Yoilan pinchó hoy…”

La jinetera que me lo contó lo hizo con mucha naturalidad. Como si “pinchar” fuera un deporte y no amenazar la vida de otra persona clavándole un puñal.

Desde ese día comencé a detestar a Yoilan, quizás porque hasta ese momento no había sido consciente del peligro que implicaba cualquier relación con él.

Entonces recordé cuando me advirtió que el que se hiciera “el cabrón”… y yo pensé que cualquier noche Yoilan hubiera podido entender que yo me quería hacer “el cabrón,” y me iba a ir “del aire.”

Pocos días después Yoilan volvió a “pinchar.” Luego le “pincharon” la cabeza al administrador de la pizzería contigua. Entonces decidí dejar el trabajo y alejarme de ese barrio del este de La Habana, en el que las cosas se resuelven “por las malas,” como en las películas del oeste.

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