El bus enfurecido
Osmel Almaguer
HAVANA TIMES, 30 nov. — Hacía más de una hora que estaba en la cola de “los de a pié” de la primera parada del P-11, en el Vedado. Despues de un rato, la fila doblaba la esquina sin que pudiera percibir su extensión exacta.
Entonces vinieron cuatro guaguas (ómnibuses) al mismo tiempo que llevaron a todos los que estaban por delante de mí. Ahora podría alcanzar un puesto junto a la ventanilla, que es la única forma de no asfixiarme en la atmósfera viciada de este tipo de ómnibus.
Me sentía con suerte. Incluso había desechado montarme en el último de los cuatro P-11, con la fe de que el próximo no tardaría. Tal exceso de optimismo me jugó una mala pasada.
Los minutos comenzaron a correr con lentitud, y solo cuando una cantidad considerable de ellos habían reforzado mi cansancio, caí en la realidad de que los únicos carros que estaban prestando servicio eran los que habían pasado consecutivamente.
Según esa cuenta todavía me quedaba aproximadamente una hora de espera. Finalmente mis piernas cedieron y me senté en el contén. La noche comenzaba a caer, entonces otro pensamiento me llenó de preocupación. De los cuatro ómnibus que habían pasado, dos eran de color rojo, o sea, refuerzos de otro paradero que se retirarían una vez caída la noche.
Hacía ya un rato que la cola se había convertido en una aglomeración. La gente estaba cada vez más ansiosa. Cuando llegó el P-11 sucedió lo que me imaginaba. Un mar de gente se le abalanzó y entonces dije adiós a mi lugar privilegiado junto a la ventanilla.
Se detuvo en la cola de “los sentados.” Montaron los miembros de la fila y también aquellos que iban llegando. Montaron los que ocupaban los últimos lugares de la cola de los de pié. No había nadie que pudiera controlar la indisciplina. O al menos eso parecía. La guagua se llenó.
Entonces el chofer se dispuso a cargar en nuestra cola. Estábamos enojados, sólo que el cansancio nos impedía tomar una actitud más enérgica.
Pero cual sería nuestra sorpresa al abrirse las puertas y encontrar que un policía se encontraba en ella pretendiendo asegurar que la gente abonara el pasaje en la alcancía, mientras el chofer nos gritaba haciéndonos sentir culpables de nuestra lentitud.
La sangre se me subió a la cabeza y perdí los estribos. Me pareció muy negligente de parte del policía estar controlando la alcancía y no haber tomado medidas para que la gente de nuestra cola pudiera subir como era debido. Me pareció muy bajo de parte del chofer, luego de su indolencia y falta de respeto, intentar inculcarnos un sentimiento de culpabilidad para desviar su responsabilidad en lo sucedido.
Entonces recordé que mi padre me había explicado que esa era una técnica de mando muy utilizada en las fuerzas armadas. Se llamaba desmoralización. Recordé también que nos hemos pasado muchos años escuchando de parte de nuestro gobierno que somos los culpables del caos social que vivimos.
Y lo primero que se me ocurrió fue llamarle “inmoral” al chofer -ofensa muy poco profunda en los días que corren, e incluso hasta risible-, entonces todos empezaron a protestar por lo sucedido.
Luego le pidieron al chofer que no se detuviera hasta llegar a Alamar. Yo reía interiormente por semejante locura. Sin embargo la risa se me pasmó cuando me di cuanta de que el chofer se había propuesto hacer caso a la demanda.
En total hizo dos paradas hasta que me bajé. A mí me convino, pues llegué más rápido, pero ¿qué sería de los que esperaban y nos vieron pasar de largo?
Ya en casa le conté lo sucedido a mi padre y le pregunté que si existían mecanismos legales para denunciar lo sucedido. El me dijo que hiciera una carta de reclamación con el número del carro y la hora de los hechos y la entregara en la Oficina de Reclamaciones de la sede municipal del Partido Comunista de Cuba. Le respondí que el problema no se resolvería tomando medidas con el chofer, pues la culpa la tenía la Terminal, por su metodología errónea.
Me dijo que entonces no había nada que hacer. Que no me desgastara. Que eso no tenía solución. Que una queja contra el Paradero dormiría el sueño eterno en las gavetas de cualquier oficina.
Pero es que el pan de cada día inclusive llega a tener sabor de bizcocho, así sea pan de agua.
¿Y qué con las no esporádicas ocasiones en que el secuaz-esbirro del chofer en turno asoma por la ventana sin abrir las puertas y grita a los potenciales ocupantes: «O HACEN LA COLA O ME LLEVO LA GUAGUA»… ? claro que la advertencia viene precedida del desórden producto del sol infernal que orilla a buscar la sombra donde sea menos donde comunmente se debe formar la fila, así que llamémosle a ese «despelote» un resultado de la contingencia propiciada por factores climatológicos… recojo hilo: finalmente el «esbirro» no da una segunda llamada de advertencia y considerándose un ser todo poderoso, (a la misma usanza que la cajera del banco, el empleado o empleada de etecsa, el policía, la secretaría, entiéndase casi todo servidor público), se apega a los dictados de la ciencia política que hablan del imperio del estado y cómo este recae en los integrantes del mismo, y olvidándose que el componente fundamental es el pueblo, se baña en señorío, en hombría y cumple su amenaza dejando a más de treinta simples mortales avasallados ante la más vil y cobarde muestra de «poder».