Ni sometida ni conquistada

Por Caridad

Es un triángulo rojo partiendo en dos un águila que cae de cabeza.  El triángulo, con una estrella blanca en el centro, parte al águila por el tórax, justo por donde mismo el águila (en un antiguo mito griego) dejaba sin entrañas a Prometeo, día por día.

Día por día tengo que ver el dichoso cartel, con la frase que reza que no seremos conquistados ni sometidos jamás.

No me preocupa tanto el contraste de tantos carteles con tan mal gusto justo en una carretera que conduce a las playas más lindas de la Habana.

Tampoco me preocupa el hecho de que el cartel está equivocado: ya fuimos conquistados en 1492, por los divertidos españoles y estuvimos sometidos (al punto del casi exterminio de nuestra población nativa) y luego a los gobiernos demasiado amigables con los norteamericanos -incluyendo al mismo gobierno norteamericano.

Lo que me preocupa realmente es el retorno de la pesadilla.  De tanto mirar al pobre pájaro descuartizado, con la agresividad escondida tras la frase, podría comenzar a tener aquellos sueños de guerra.

Lo de la guerra no es un invento de mi mente.  Fue verdad.

Creo que eran los años de la administración Reagan y en varias ocasiones mi padre llegó a la casa con instrucciones precisas para el caso de un bombardeo aéreo.

Yo no tenía más de diez años, pero ya había visto suficientes películas rusas (de guerra) donde las bombas no tenían respeto por nada, lo mismo hacían pedazos a un lindo perrito que desaparecían una casa o explotaban justamente encima de una niña.

Cuando vienen los aviones no hay donde esconderse de ellos.  Te encuentran donde estés.  Si es de noche no puedes encender la luz.  La oscuridad obligatoria causa terror hasta en los adultos.

Nos recomendaron construir un refugio en el patio de la casa.  Le pregunté a mi padre si podía esconder allí a mi oso de peluche (que se llamaba Misha).  Mi padre (que ya había vivido una guerra, la de Angola, y no le había gustado nada) estaba muy alterado con el tema y me respondió que no,

  • al refugio solo lo necesario, agua y comida.

Así surgió en nuestro patio el horrible hueco arcilloso que se llenaba de agua cada vez que llovía.  Así comenzaron, también, aquellos sueños en los que escuchaba el ruido siniestro de un avión o helicóptero listo para descuartizar a mi familia. Las pesadillas me acompañaron hasta hace solo un año.  No creo que el motor impulsor fuera solo aquellos pasajes de mi infancia.

Mis sueños de guerra se alimentaron a diario no solo por el recuerdo de aquellos momentos, sino también por los parlamentos escuchados en la radio, la televisión, en las vallas porpagandísticas dispersas a lo largo de todas nuestras carreteras; por cada documento que tenía que recoger en las Oficinas de Defensa (si iba a comenzar un nuevo trabajo) o por esos domingos (ahora menos comunes) en los que debía incluirme en una Brigada de Defensa para estar lista en caso de Guerra.

Guerra.  Guerra.  Guerra.

Nadie creería que una persona pueda soñar tanto con algo que nunca ha sufrido realmente.

La mayoría de los cubanos (descontando a los que guerrearon en África) nunca hemos vivido una guerra, pero todos utilizamos su lenguaje, o vivimos preparándonos, de algún modo, para enfrentarnos a ella.

Qué cosa tan terrible vivir preparándonos para matar a otros, para impedir que nos maten.

El refugio fue llenándose de basura, agua, yerbas, y poco a poco se llenó con la misma tierra que le habíamos quitado.

Mi oso de peluche dejó de llamarse Misha, pero es el único juguete que conservo de mi infancia.  Reagan dejó de interesarse por nuestro país para entregarse a los brazos del Alzheimer.

Todos los meses pago unos centavos a las Milicias de Tropas Territoriales.  Todavía no sé qué haría si de verdad, alguna vez, mi país entrara en guerra.