El pan, los peces y el transporte urbano
María Matienzo Puerto
Yo no heredo nada. De mi nadie se acordó cuando un tiempo antes de morir, firmaran un papel testando a favor de alguien sobre algo. No tengo casa, no tengo carro, no tengo dinero, me tengo solo a mí misma. Y puede parecer muy triste cuando se ve así sin más.
Mi vida transcurre con una mochila al hombre, entre alquileres, casas prestadas y el transporte urbano. Y pese a eso, con frecuencia, me siento dichosa.
Ejemplo. Montarse a una guagua (como le llamamos a los ómnibus por acá), pagar la tarifa, interactuar con la gente, siempre es una aventura. Hay quien se monta con miedo a que le roben, con el temor a que lo pisoteen y le ensucien lo zapatos o la ropa porque va limpio para el trabajo o a una cita; algunas mujeres, casi todas, con el temor de que cualquier sinvergüenza le roce con su órgano reproductor masculino.
Y no estoy alabando el transporte urbano. Primero muerta que desprestigiada. El transporte nunca ha dejado de estar pésimo. Los ómnibus cubanos no mantienen un orden en su circulación, o sea, que puede que veas pasar dos a diez minutos de intervalo, como mismo la diferencia entre uno y otro pueda alargarse de una hora en adelante.
Sin contar los maltratos del chofer o de la empresa a la que pertenecen cuando intentas hacer algún reclamo. A eso puedo sumar una larga lista de desaciertos.
Podría decir que la tarifa, cada vez que abordes uno, sea de cuarenta centavos, y que nunca encuentres quien te cambie el peso que llevas en la mano. Eso implica pagar con lo que tengas, todas las veces necesarias.
O que la cantidad de gente sea sencillamente indescriptible. Gente que regresa cansada del trabajo. Lo mismo encuentras a un ingeniero, que a un maestro, un doctor o un albañil. Todos con la misma dificultad para llegar a su casa.
Porque en un sonado igualitarismo nadie, solo los elegidos, tienen otro medio para viajar. Los elegidos son los que a través del trabajo, de algún pariente en el extranjero, o una herencia hayan logrado adquirir un carro, una moto o una bicicleta.
Y eso me hace llegar al punto de inicio. La herencia.
Cuando en una familia se lee el testamento ocurre lo peor. El odio llega para quedarse. Puede que eso ocurra en cualquier parte del mundo, pero aquí, en esta isla, las cosas dan pena. No la pena de quien se abochorna de un pariente delincuente o pobre; si no la pena que duele, que lacera.
En otros lugares tal vez se trate de distribuir las riquezas: el pan y los peces como Jesucristo. Pero lo que entristece aquí, es el espectáculo que sucede cuando se tiene que contemplar la repartición de las miserias.