Bibliotecaria o mayoral?

María Matienzo Puerto

Estudiante. Foto: Caridad

Yo, que me siento como Penélope, que tejo y destejo mi vida diariamente esperando un cambio, que he visto irse y venir a mucho mundo, no dejo de padecer la indignación del despotismo ilustrado.

No sé si por mi facha (con jeans gastados, blusa larga con motivos africanos, moño recogido para evitar el calor, piel negra tersa, ojos café) pero creo causar una suerte de repulsión a ciertas personas.

Claro que después que asumo un yo prepotente, intelectual y autosuficiente, o sea, pregono mi currículum vitae, el panorama varía; sin embargo siempre tengo que respirar con profundidad y contar hasta el infinito para que no sea mi yo de cimarrona (negra con machete en mano dispuesta a todo por tal de hacer valer sus derechos) quien quiera asumir mis actos.

Hay ciertos tipos de personalidades que se repinten como espiral en la historia de una nación. Por ejemplo, los mayorales, que con cierto grado de instrucción eran contratados por los esclavistas para que azotaran al negro esclavo y así garantizaran el corte de caña, o los que sirvieron en las tropas de los españoles para rastrear al Ejército Libertador.  De esos todavía los hay por acá.

Son tantos los oficios que se prestan para estas prácticas que ni contando con mis dedos y los de veinte personas más me podrían alcanzar para enumerarlos. Pero si hay alguno desde los que se puedan realizar a plenitud este tipo de personalidad es desde el de bibliotecario.

Ya sé que cualquiera que haya leído otros diarios míos dirá que tengo cierta obsesión con ellos pero resulta que cuando uno se mueve entre libros esas son las personas con las que más suele tropezar. Ya sé que hay algunos, quizás muchos, que como albaceas de la cultura merecen todo el reconocimiento posible. Eso no lo niego, mas no es el caso de la señora que atiende en la sede de la UNESCO acá en La Habana.

Es una suerte que agradezco: en un país donde hay tanta dificultad para acceder a Internet, exista un lugar como esta pequeña biblioteca que brinde gratuitamente el servicio. Aún cuando no se puedan llamar por su nombre las cosas y haya que saber una nomenclatura diferente como decir en lugar de “búsqueda en Internet,” “rescate de información”; o que tengas que brindar, luego de utilizado el servicio, una información pormenorizada de los sitios por donde navegaste; o que no puedas acceder a tu correo electrónico ni siquiera para descargar información vital para tu investigación. Hasta eso lo agradezco.

En lo que nunca estaré de acuerdo es en el trato de la señora que atiende al público. La palabra déspota no alcanza a clasificarla y mayoral resultaría anticuada. Se sabe dueña de la información y por eso avasalla a cuanto joven se acerca al lugar: amenaza y es grosera desde su posición.

Estando allí llegó un estudiante de sociología que evidentemente sabía del servicio, pero no las palabras mágicas de “rescate de información” y por poco lo pisotea como a una cucaracha. A mí me pasó otro tanto.

El servicio es de cuarenta y cinco minutos, pero si no tienes a nadie detrás esperando puedes continuar tu “rescate,” sin embargo, yo osé decirle, después que ella nos anunciara el cierre inminente, que aún faltaba una hora para el fin del horario.

Suficiente para que la emprendiera contra mí y una de sus razones fue que, “aunque no tuviera a nadie detrás mi búsqueda no podía ser eterna porque ese servicio se lo cobraban a la UNESCO.”

Me pregunto, entonces, ¿qué le interesa a la señora, si soy yo o es otra persona la que consume ese tiempo? ¿Qué necesidad hay de bloquear una puerta abierta a la comunicación y el conocimiento? ¿Los de la UNESCO contrataron realmente a una bibliotecaria o se decidieron por un mayoral?

Esto que parece una queja o una rabieta aislada pasa con más frecuencia de lo que nos imaginamos.

Tal pareciera una venganza de un país envejecido hacia todo lo que pareciera joven; o es simplemente la imagen frente al espejo, de lo que sucede desde “arriba,” y que no hace más que reflejarse hasta en el más mínimo charco de la calle.