Los orishas no entran en el mall

Alfredo Prieto

Luis Pérez Hernández es un babalawo cubano que vive en Westchester, una localidad cercana a Nueva York. Una vez fue detenido junto a su hijo en su domicilio particular, acusados de crueldad contra los animales.

La policía aportó como evidencia haber encontrado una paloma y una cabra degolladas, tenían más de cien de ellos en el patio y no les daban ni de comer ni de beber.

Se mencionó incluso que Pérez Hernández pretendía beber su sangre, pero ambas formulaciones no hacen sino denotar la ya clásica ignorancia: lo primero, porque como saben creyentes y entendidos, los animales deben estar limpios antes del sacrificio; y lo segundo porque se trata de un tabú, toda vez que la sangre está reservada exclusivamente a las deidades.

Pero este no es un caso atípico, sino uno más en la lista de acosos que han venido sufriendo los babalawos dentro de la cultura norteamericana, sobre todo desde los años 90, cuando la santería se expandió por la Unión como resultado, entre otras cosas, de la nueva emigración cubana.

Ernesto Pichardo, el fundador de la Iglesia Lucumí Babalú Ayé, en la localidad de Hialeah, Miami, sufrió  un sostenido abuso policial dentro y fuera del templo, hasta que llevó su caso a la Corte Suprema, la cual produjo en 1993.

Fue un veredicto histórico congruente con los principios clásicos del liberalismo fundacional: prohibir u hostigarle por sacrificar animales violaba la Constitución de los Estados Unidos, que garantiza la libertad religiosa del individuo frente a los poderes del Estado.

Este veredicto debió haber sido concluyente y despejado el camino para que no ocurrieran más intrusiones policiales como las mencionadas, pero en 2008 Los Angeles Times dio cuenta del caso del santero cubano Jesús Suárez, literalmente encañonado por la policía de Coral Gables, también en Miami, junto a otros veinte hermanos de culto.

La razón, la usual: fue sorprendido in fraganti gracias a una llamada anónima de algún vecino cuando “le faltaban tres chivos más, dos ovejas y cuarenta y cuatro pollos por degollar”.

Intervino entonces Pichardo, que es de tez blanca e hijo de Changó, contra los poderes fácticos: “¿Por qué violan nuestros derechos civiles? La mentalidad del alcalde de Coral Gables es casi ofensiva. Para él, tal parece que está bien que esas atrasadas prácticas africanas tengan lugar en otras ciudades, pero no en la suya”.

Como las religiones populares de origen africano se originaron en esta isla, sería tal vez lícito recordar brevemente la visión que sobre ellas tenían los misioneros protestantes norteamericanos que ejercieron su labor evangelizadora en Cuba a finales del siglo xix y principios del xx.

Esto porque se trata de un caso paradigmático de percepciones que se reciclan a sí mismas, al margen de los numerosos y profundos cambios culturales experimentados por la sociedad norteamericana de entonces a acá.

Para aquellos, se trataba de “cultos satánicos”, de “adoraciones al demonio” y de prácticas africanas atávicas y salvajes, percepciones originadas en la “misión civilizatoria” del hombre blanco y, en última instancia, en el racismo y la devaluación de la alteridad.

En los Estados Unidos, en efecto, hay leyes contra la crueldad contra los animales, y se permiten los sacrificios por razones religiosas siempre que no haya “crueldad excesiva”.

El problema, sin embargo, sigue siendo cómo y quién determina lo que es excesivo o no.

Si continúa prevaleciendo, como hasta ahora, la idea blanca, protestante y anglosajona de que todo eso es malévolo o está conectado de algún modo con el crimen organizado o el vudú, según muestran elocuentemente las películas de Hollywood que aluden al tema, la diferencia se seguirá quebrando de puro sutil.

Así, casos como el de Luis Pérez Hernández, un humilde babalawo que se empeña en mantenerse fiel a sus raíces, seguramente seguirán nutriendo en vano los titulares de la gran prensa liberal.