El Zoológico en mi pasado y presente
HAVANA TIMES – La visita de mamá a Delia, una vieja amiga de ella, me transportó casi a mi infancia, o a la de mi hija y digo casi porque de no ser por la fácil alegría infantil ir al zoológico de 26, en la Habana, hubiera sido bastante decepcionante.
Delia es amiga de mamá desde que tengo memoria. Su esposo falleció hace un par de semanas y la vieja no pudo asistir al velorio por enterarse demasiado tarde. Es duro para los ancianos perder su pareja de toda la vida y eso provocó un estado bastante depresivo en la amiga, lo que hizo que se activara la red de viejas amigas y comenzaran a turnarse para visitarla, loable empeño.
Delia vive a menos de 100 metros del recinto donde animales exóticos hacen las delicias de niños y grandes mientras son observados en su encierro y hasta algunos más curiosos aprenden algo de biología leyendo los letreros y folletines. Allá dejé a mamá y esgrimiendo una excusa me fui a caminar, respetando el momento íntimo de ambas.
Sin nada concreto que hacer los pies me llevaron por si solos a esa tierra de sueños donde la pradera africana se afinca en el trópico y nos enseña su vida. En poco menos de 23 hectáreas se reúnen alrededor de 200 especies entre las que destacan leones, osos y cóndores. Las necesidades gastronómicas pueden ser, o podían, ser satisfechas en diversas cafeterías situadas en todo el parque y para los menos interesados en la vida animal un parque infantil hacía las delicias.
Cuando niño era una de mis salidas preferidas. Al menos un par de veces al año íbamos allá… la visita de las vacaciones veraniegas era casi obligatoria. Cada vez parecía una primera. Los chocolates y caramelos eran el colofón del paseo, tanto los que consumíamos en el lugar como los que nos llevábamos para luego.
Ya en la época en que me tocó llevar a la nena el zoo había cambiado bastante. Los antes majestuosos felinos lucían depauperados con las costillas fuera. Las cafeterías, antes llenas de pizzas, croquetas y pollo frito, ya estaban cerradas y lucían sucias y abandonadas. El trencito que recorría todo el recinto yacía desarmado en un rincón mientras que las vías por las que corría se oxidaban sin uso.
A pesar de toda la debacle, ante la falta de opciones recreativas y el entusiasmo de mi hija por visitarlo el paseo se volvió bastante frecuente. Ella disfrutaba sobremanera ir a ver fieras y no tan fieras. Era de carácter obligatorio comprar antes de ir chocolates, caramelos y galletitas con los que ella agasajaba a sus “amigos” enjaulados.
Pero duró poco, realmente menos de lo que ella y yo hubiéramos deseado. Alrededor de sus siete años había en unas jaulas apartadas una hermosa familia de osos grises que ella llamaba directamente sus amigos y era reiterativo que pidiera ir a visitarlos. Fui testigo de cómo iban perdiendo peso corporal y salud con cada visita, aunque gracias a dios ella en su infinita inocencia infantil no lo viera. La muerte de la familia entera y la falta de tacto de un custodio pusieron fin a nuestras visitas: al no encontrarlos en la jaula habitual pregunté al guardián y él sin importarle la presencia de la nena fue tajante “ Se murieron pal carajo, estaban enfermos y con tremenda hambre” y se marchó como si nada sucediera. El ataque de llanto fue épico, mientras mi insulto llegó a limites estratosféricos y decidí no visitar más el lugar.
Después de muchos años sin entrar lo hice. Una vez más el zoo había cambiado bastante y aunque no puedo decir que para mal, tampoco para bien. Todo dista mucho del zoológico donde yo iba de niño y hasta de adolescente en alguna escapada con la novia de turno. Lo único que no había cambiado era la alegría de niños que correteaban divertidos y que constituían un problema mayor para los padres que intentaban mantenerlos bajo control.
Los animales, me dio la impresión de que han aumentado en número, al menos más de los que dejé vivos en mi última excursión. Eran más pero seguían mal alimentados y hasta exhibían actitudes que parecían copiadas de la sociedad: lucían un hastío casi humano y hasta el leopardo que antes paseaba por la jaula exhibiendo su figura orgulloso descansaba tirado en un rincón donde apenas era visible.
La oferta gastronómica sí ha mejorado mucho gracias a la iniciativa privada. Aunque a precios altos no faltaba la pizza, los refrescos, helados y galletas. Las antiguas cafeterías ahora son regentadas por privados que se encargan de mantener una oferta estable que va desde pollo frito con viandas hasta almuerzos completos. A ellos se suman infinidad de vendedores de menor envergadura que sin ocupar puestos fijos venden maní, algodones de azúcar y otras golosinas.
La parte recreativa también resulta hoy mejorada por la iniciativa privada. Del antiguo parque infantil apenas quedan un par de columpios, una canal o togobán y un tiovivo que amenaza desprenderse. Por parte de los privados la oferta está formada por diversas atracciones mecánicas de dudosa seguridad pero que aun así le dan una idea a los nenes de lo que puede ser un parque recreacional infantil.
A pesar de la nostalgia y tristeza que me llevé como sentimiento en general, al final me alegré mucho de saber que aún hay nenes que ríen en medio de la crisis que azota a Cuba. Me alegro de que aún existan padres que prefieran ver a sus peques disfrutar por encima de gastar el dinero en cervezas y salidas de adultos. Ver familias riendo me da la esperanza de que no se ha perdido todo y que aún queda material para reconstruir la nación… el día que se pueda.
En la tarde recogí a mamá. El silencio nos acompañó de camino a casa. No interrumpí su imponente retraimiento. Estoy seguro de que pasaba por su mente todo lo vivido cuando falleció papá y no quise interrumpir su solemne silencio. Regresamos a su casa, comimos y de vuelta yo a mi Habana Vieja.