Antes de llegar a Guisa y conocer su Jardín Botánico
HAVANA TIMES – Este verano quise regalarme ir a un lugar totalmente desconocido para mí. El Jardín Botánico de Guisa. Este pertenece a Bayamo y están muy cerca uno del otro. A unos pocos minutos en carro. Así que tomé un camioncito inmediatamente que llegué a Bayamo para mi destino.
El transporte, particular por supuesto, no está malo de conseguir. Cabíamos alrededor de unas 15 personas. Siete en cada lado y uno al final en una sillita independiente. Transporta en su trayectoria a mucha gente, porque entre los que se bajan aquí y se montan allá, pueden llegar a ser muchos.
En una de esas paradas casi llegando a Guisa, el señor auxiliar del chófer que es el que abre y cierra la puerta, responsable de cobrar, nos dice: si ahora en el cruce la policía nos para y pregunta cuánto le cobraron, ustedes responden $20 pesos, ¿oyeron? Todo el mundo quedó de piedra sentado en sus asientos. Porque nos habían cobrado 200 pesos. Una diferencia de $180 pesos que para cualquiera significa una diferencia brutal. Nadie protestó con sus caras de asombro. Sabemos quejarnos, no demandar cuando violan nuestros derechos. Esta actitud enferma es por décadas.
Solo cobraron vida algunas expresiones: «que abuso», «esto no tiene nombre», «hasta cuándo es esto»… Pero de aquí no pasamos. Estoy segura de que de haber pasado, que no ocurrió nunca, pero de un policía preguntar hubiéramos obedecido con toda la rabia que pudiera engendrar la experiencia.
Lo cierto que en el país el transporte nunca mejoró. Y la corrupción tampoco se superó. Queda demostrado que, con educación pública y extensos discursos políticos sobre la solidaridad, la honestidad y la entrega a un mundo socialista, el mejor de todos los mundos posibles, no basta, no soluciona el problema humano. Cuba lo grita a voz en cuello todos los días. Porque los atropellos tampoco llegan a su fin.
Pero esto mismo, de tener que decir algo que no tiene que ver con la realidad que se está viviendo no es para nada nuevo. Me fue inevitable recordar aquella anécdota que me hiciera un amigo. Era sobre un desfile en el que no participó, y había que dar cuenta por su ausencia al otro día en el aula. Estaba en secundaria básica.
Su profesora antes de pedir las explicaciones les dijo que, por favor, fueran sinceros. Ante todo, la sinceridad. Fuera lo que fuera. Ella iba a ser comprensiva, pero ellos y ellas tenían que ser sinceros. Y él así lo entendió. Cuando llegó su turno para que expusiera las razones de por qué había faltado a la marcha patriótica, él respondió: «Profe, sinceramente porque no me dio la gana». Me cuenta que la profe dio un brinco, y acto seguido le dijo: ¡pero muchacho, tú estás loco!, ¡tú no me puedes hablar así! Él no sabía decirlo de otra manera. ¡Tienes que decirme otro motivo! ¡Yo no puedo escribir eso en el acta!
Mi amigo me comparte que esta fue la primera ocasión en que fue consciente de que había que aprender a inventar motivos, explicaciones, miles de razones, porque el sistema no siempre admitía las llamadas sinceridades. Para no decir que nunca las admite si no coincide con su programa ya diseñado con mucho tiempo de anterioridad.
Y esta experiencia de estar diciendo lo contrario de lo que es no es exclusiva de los centros educativos. En los centros laborales son más dramáticas aún. Cuando, por ejemplo, se hablan de producciones que nunca se han hecho ni se van hacer, o programaciones culturales que se llevaron a cabo y no existieron en realidad, las noticias que pueden ser muy halagadoras, pero que en el día a día se muestra diametralmente opuesto a lo que se ha expresado en la radio, los periódicos, la televisión, u otros medios informativos.
Así la sociedad comenzó a funcionar bajo los mismos códigos. Y la gente a naturalizar las respuestas que no son, y por tanto, el engaño, la corrupción, el abuso, la explotación, y todos los males que nos fustigan hasta lo inerrable. Porque a todas estas el más perjudicado siempre va a ser el pueblo. En esta dinámica enferma entre el mantenimiento del poder a toda costa y la sobrevivencia de los más y menos «listos», la constante pregunta: ¿qué vamos hacer?
Pero no debo permitir que estos hechos me entristezcan más de lo que muchas veces estoy. No me iban a sabotear mi experiencia en Guisa. El intercambio que tuve con personas maravillosas de ese lugar como la directora de la casa de la cultura que me habló de la loma de Braulio, el Mirador, la amabilidad de las personas que me dieron hospedaje, direcciones, quienes me extendieron mi comida, caminar por senderos, calles, escalinatas, elevaciones, sitios que nunca había visto en mi vida y me fueron muy gratos.
Como al otro día cuando llegué al Jardín Botánico que quería conocer y fue una acertada decisión porque me gustó mucho. Igual las personas que en el lugar me concedieron momentos hermosos, esos que te dan impulso, de los que te ayudan a vivir. Y esa alegría tengo que agradecerla a la vida, a mi Providencia, y a todas y todos quienes lo propiciaron, claro está. Confirmé una vez más que las personas que aman y respetan los animales, las plantas y los niños y niñas son especiales. Por todo esto, y la sensación de dicha, después de todo, mi gratitud.