Libertad, divino tesoro

Irina Echarry

I live in a free country.
I live in a free country.

Los cubanos y cubanas hemos renunciado a la libertad, ese concepto amplio, abarcador y profundo como el mar, para sumergirnos en un lago artificial de pequeñas libertades.

Nos regodeamos, gustosos, en su nombre y muy pocos nos percatamos de la injusticia que cometemos.  Solo estamos siendo más esclavos, atados al nombre y no al derecho de ejercerla.

En otro tiempo no fue así, sobran ejemplos de luchadores, poetas, políticos, pensadores que  lucharon por la verdadera libertad, esa donde nadie obstaculiza el derecho ciudadano, donde se puede hacer todo lo que no prohibe la ley, se puede pensar y expresar en todo momento ese pensamiento, esa que no limita las opciones.

Por donde quiera que uno transita en la Ciudad de la Habana hay letreros alegóricos como para que nos creamos libres como el viento.  “Vivo en un país libre”,  “Libertad”,  “Asere culto, Asere libre”, parafraseando la frase de Martí.

Pero ya sabemos que un sitio donde una vez que estás dentro, no se sabe cómo salir no te hace libre, al contrario, mata hasta las ansias de libertad.

Sin embargo, el lago artificial del que hablo con el tiempo se ha ido agrandando y, a veces, llega a confundir a las personas.  Los que determinan ignorar el mar de la libertad y deciden vivir en el lago, además de creerse libres en la falsedad, limitan la libertad de los otros.

En ese lago convive mucho gante.  Desde líderes autoritarios que se creen en el derecho de  imponer su voluntad  porque en algún momento salvaron al país de una vida miserable y, en agradecimeinto, estamos obligados a obedecerlos hasta que la muerte nos separe; hasta los choferes que de pronto cambian las paradas de la guagua y dejan a las personas bajo el sol, esperando que otro decida parar.

Los dependientes que no atienden su trabajo y tienes que irte a otro lugar a adquirir el producto que necesitas aunque haya en esa tienda.  Los custodios o porteros que vigilan con celo, demasiado celo, la puerta de cualquier establecimiento, para  hacer un trámite o hablar con la persona indicada hay franquear el bunker de ignorancia que establecen a la entrada, sin tener en cuenta que ellos no saben nada de lo que uno desea.

Los médicos de la familia que llegan tarde a la consulta donde hay un montón de enfermos esperando por ellos, con ganas de estar acostados bajándose la fiebre.  Los dirigentes que repiten hasta el cansancio frases caducas, acomodándose cada vez más en el poder a costa de la resignación del pueblo.

El pueblo que se deja convencer o apabullar ante la falsa propuesta de libertad, que deja de hablar lo que a otros les molesta, que deja de escuchar lo que otros no quieren que escuchen y solo oyen palabras falsas y simples.

El pueblo que no escucha los susurros del viento de cambio que corre a nuestro lado.  El pueblo que no siente la chispa que se enciende en el interior de algunos que no han dejado que le maten las ansias y quieren, a toda costa, salir del lago artificial.

¿Seremos capaces de abandonar esos pequeños poderes que conceden la falsa sensación de  potestad para sumergirnos, gustosos, en el inmenso y profundo mar de libertad que nos rodea y que nos pertenece?