La Isla de la Juventud

Osmel Almaguer

Me asombró la sencillez y pequeñez de ese pueblo al que luego atravesaríamos en tan solo 15 minutos.

Conseguimos hospedaje rápidamente por el precio de 40 pesos MN la noche. Era una habitación cómoda, con baño, sala y pantry.

No teníamos mucho dinero, por lo que tendríamos que ahorrar para que nos durase toda la semana. Los viajes largos los haríamos a pié. El más extenso fue hasta la playa La Bibijagua, a 9 Km. de allí, seducidos por el slogan de sus arenas negras.

A medio camino nos desviamos a la derecha y visitamos las ruinas del presidio modelo, las cuales estaban casi a punto de desaparecer.

Cuando llegamos a la playa nos decepcionamos un poco con el verdadero color de la arena, que debía su color pardo, -y no negro, como nos habían dicho- a la alta composición de mármol de las rocas del lugar.

Ese día también conocimos la finca “El Abra”, en la que vivió José Martí unos meses en su juventud recuperando después de ser conmutado su sentencia de prisión. La anfitriona del museo nos atendió -a pesar de lo apartado del lugar- con mucha más profesionalidad que en muchos lugares encumbrados de la capital, por lo que quedamos profundamente agradecidos.

Al otro día visitamos la Loma del Muerto, de unos 50 o 60 metros sobre el nivel del mar. Con un ascenso tan trabajoso, que nos tomó algo más de dos horas escalar y descender.

Ya en la cima pudimos apreciar todo el paisaje de Gerona. El sol nos azotaba la piel, húmeda después de habernos sumergido en la Cueva del Agua, que como indica su nombre, es un lago subterráneo.

En las tardes cenábamos en uno de los cuatro restaurantes de la ciudad, aunque nos gustaba mucho el que vendía pescado, con precios muy bajos y aire acondicionado. De noche veíamos la TV, dábamos un paseo, jugábamos a cualquier cosa o simplemente la pasábamos en la cama, pues el cambio de lugar había renovado nuestras energías en la relación.

Pasamos muy buenos momentos en la Isla. El tiempo se nos fue volando. El día de regreso a casa el mar estaba furioso. El contoneo del barco me dio nauseas, por suerte nos tocó viajar en el Cometa, pues en el que se demora seis horas me hubiera desmayado.

Ya en la Habana tanto ruido nos ofuscaba, la gente nos parecía hosca y el paisaje aburrido. Claro, habíamos pasado una semana en un pueblo en el que las señales de tránsito no regulan los autos, porque no existen, sino solo las bestias de carga y las carretas.