La ansiada libertad (IV)

Por Irina Echarry

Podemos alejarnos miles de kilómetros de las otras personas, intentamos rehacer nuestras vidas en diferentes lugares, queremos que nuestros hijos sean mejores que nosotros, pero la realidad es que no podemos escapar de nosotros mismos.  A donde quiera que lleguemos, nuestra naturaleza se impondrá por encima de todo.

Eso es lo que sucede cuando llegamos a Guanahacabibes.

El ser humano, tan complejo, explora las posibilidades reales de ser libre.  ¿Acaso podemos llegar a serlo?  ¿No será que nosotros mismos nos limitamos?

De nada sirve estar en una playa solitaria, sentirse dueños de un pedazo de mar, abrazar las noches más estrelladas sin la gente que te acompaña, los mismos que se interesan sinceramente en el proyecto de conservación de las tortugas marinas, gente consciente del deterioro del medio ambiente, que recoge la basura de las playas, que colabora en serio en campañas publicitarias para que los niños aprendan a amar su entorno.

Pero esa misma gente pasa gran parte del tiempo frente al mar o dentro de él intentando capturar pargos, róbalos, tiburoncitos o langostas.

En una de las playas hicieron un rancho para colocar los peces y salarlos, así podrían transportarlos a la ciudad sin problemas de descomposición.  En otra los dos hombres del campamento se empeñaban en que le sacáramos fotos para demostrar a la eternidad su proezas pesqueras.

Al caminar por la orilla del mar, es frecuente (aún en esas playas desiertas) ver cabezas de peces grandes tiradas en la arenas, o carapachos de tortugas (a pesar de la presencia del proyecto), o carapachos de langostas que delatan la masacre que se realizó contra ellas.

No hay necesidad de hacer eso, allí  nos dan comida para los 15 días, solo hay que ahorrarla para que alcance.  Pero la tentación es grande.

Cuando descubrí que las personas iban a cuidar y maltratar (al mismo tiempo) la vida en las playas, me pareció tan paradójico e irreal que conseguí muy malos momentos.

Comencé a fijarme en que al jefe de un campamento le gustaba mandar a cocinar a las mujeres como si él fuera nuestro dueño, que la mayoría de los hombres intentaban acostarse con nosotras como si fuéramos geishas dispuestas a complacerlos en todos sus caprichos.

En la playa Caleta del piojo, que debe su nombre a la gran cantidad de jejenes que la visitan, pasé los 15 días caminando entre 20 y 25 kilómetros diarios junto a la otra muchacha del campamento para evitar la estancia junto a los dos hombres que nos tocaron por compañía.

Visitábamos otras playas y luego volvíamos a expensas de que nos sucediera algo por el camino.  Viajamos solas (muchas veces de noche) por toda la carretera huyendo de las vacas silvestres que no querían ser molestadas.  Un día nos agarró una tormenta eléctrica en medio de una meseta donde no había ni un arbusto.  Tuvimos que acostarnos en el suelo y pedir tranquilas que aquello acabara.

Por suerte cerca del mar se puede gritar.  Jose, uno de los que conocí por allá, parecía sacado de una película de náufragos. Sabía hacer hamacas, era el que mejor y más rápido cortaba la leña, cocinaba de maravillas (cuando se decidió a hacerlo) y como era biólogo sabía muchas cosas útiles para esas circunstancias.

Su pregonada perfección molestaba. Lo peor era cuando bebía. Comenzaba a gritar sus hazañas pasadas, criticaba a las personas sin tacto alguno y hasta intentó propasarse con una de las muchachas. Todos teníamos alguna queja de Jose, pero como no debemos enemistarnos en condiciones tan adversas, tratábamos de no enojarlo. Me daba pena ese hombre, estaba acabado, triste y muy solo.

Callar es nocivo, perjudica física y anímicamente. Entonces alguien descubrió una charca donde podíamos gritar lo que quisiéramos sin que nadie nos escuchara. Allí íbamos por el día a desahogarnos. Ah, qué bueno es desahogarse, una se siente libre, con menos carga. Muchas veces extraño esa charca en la ciudad, hay tantas cosas que quisiera gritar… claro, ya no tienen que ver con el infeliz de Jose…