Más clases sociales

Kabir Vega Castellanos

Al projimo como a ti mismo. Ilustración por Yasser Castellanos

HAVANA TIMES — Descubrir un domingo, casi al mediodía, que se te acabó el arroz, es un problema serio. Más si hay un sol abrasador y sabes que el único sitio donde venden productos liberados no tiene portal, y la gente rompe la cola hacinándose en el estrecho local con tal de no achicharrarse.

Como la única ventilación es la misma puerta, la gente suda, se empuja y se queja, porque muchos aprovechan la confusión para colarse. Los que se convencen de que no caben, buscan afuera cualquier charco de sombra aumentando el desorden.

Para colmo, la dependienta es nueva y despacha con una calma exasperante.

Por más que la situación me resultara irritante, sabía que en la casa con una ducha desaparecería todo. Lo que me pareció realmente desagradable fue cuando un cliente, coqueteando con la empleada dijo:

-¡Mami, me estoy derritiendo aquí afuera!

Y ella, para justificar su lentitud, saliera con esta:

-¡Imagínate!, es que una pila de gente se zumban la cola solo para comprar un tubo de pasta y un jabón… debería darles pena.

Yo no podía creer lo que oía. Ahí todos éramos cubanos de a pie, los que no podíamos pagar el caro precio del arroz de la “shopping”, los que estábamos resolviendo la comida del día. Pero según esa mujer había un escalón más bajo. Los que no compraban 10 libras de arroz o un cartón de huevos, los que solo compraban un producto de aseo, ¿deberían avergonzarse?

¿De qué? ¿De preocuparse por su higiene? ¿De actuar de acuerdo con su necesidad? Pero lo que más me asombró fue ver cómo mucha gente le daba la razón, no supe si por congraciarse con ella o porque también lo pensaban.

Algo que caracteriza al cubano es su vanidad. Disimula su miseria, muchas veces se viste mejor de lo que come y solo él sabe de lo que se priva con tal de ostentar un móvil inteligente. Esto puede hasta parecer gracioso, pero esa vanidad se ha convertido en muchas manifestaciones de hipocresía.

Una vez, en una tienda, un cliente se quejaba de que el perfume que había comprado no estaba bien cerrado y al guardarlo en la mochila se había derramado. La empleada le decía que no podía hacer nada, el hombre insistía mostrando el comprobante y la mochila húmeda con aroma a perfume. Como la mujer no cedía, exigió hablar con el administrador y los de la cola empezaron a decirle:

-¡Ay ya chico, vete y no llores tanto!

No entiendo cómo la gente puede llegar a la conclusión de que reclamar un derecho es indigno, y que lo digno es tener dinero, aunque lo ganes robando. En este caso el criterio era que el hombre debía comprar otro perfume para ser respetado.

Lo curioso es que esta hipocresía no soluciona nada y, en cambio, nos hace la vida más difícil. Ser pobre es incómodo, y además tienes que arreglártelas para que no se note.

Como me acuerdo de lo que nos decían en la escuela, de la sociedad sin clases que se había logrado, del compañerismo y la solidaridad de los cubanos.

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