Incapacidad y enajenación

Kabir Vega Castellanos

HAVANA TIMES – El 10 de abril, en uno de los separadores de la céntrica calle Reina, en La Habana, me sorprendió ver a un anciano bien vestido y con portafolio, pero tendido sobre el suelo.

A medida que avanzaba, veía cómo las personas que me precedían pasaban de largo sin aminorar el paso siquiera.

Necesitaba llegar lo más temprano posible, pues tenía una gestión importante que hacer, pero al presenciar la enajenación de los transeúntes, incluso si no podía ayudarlo, tampoco pude ignorarlo.

Un muchacho que iba detrás de mí, al percibir mi decisión de regresar, me acompañó. El anciano era alto, delgado, vestía con sobriedad y pulcritud. Yacía en el piso con la vista perdida, la boca abierta, el cuerpo rígido, mientras los brazos cruzados no paraban de temblar.

Intenté llamar su atención, pero no hubo respuesta. Quería hacer algo para aliviarlo, pero, además de ser incapaz de realizar cualquier primer auxilio básico, la persona que me acompañaba y otras que se fueron sumando, exclamaban que no debíamos tocarlo, pues podíamos tener problemas.

Alguien llamó al 106 (Servicios Policiales), al mismo tiempo que otros trataban de detener cualquier patrulla o ambulancia. Pasó un carro policía, pero el chofer ignoró la escena y los gritos de quienes lo llamaban.

El hombre que había telefoneado informó: “La policía dice que no es asunto de ellos”. Recurrió entonces al 104 (Servicios Médicos), sin embargo, los minutos corrían mientras explicaba al interlocutor su posición en la zona (inconcebible que el recepcionista de Servicios Médicos no supiera cómo llegar céntrico Parque de la Fraternidad o al Capitolio).

Mientras del otro lado de la línea intentaban entender la ubicación, alguien de los presentes hizo notar que el señor ya no movía los brazos: probablemente había muerto.

Finalmente pasó una patrulla y se detuvo ante los llamados de la gente. Bajaron dos policías, uno de ellos tomó el pulso al anciano y cubrió el cuerpo con una lona negra.

Eran casi las 7, el gentío comenzó a dispersarse a medida que llegaba otra patrulla más y una ambulancia que pasaba casualmente.

La gente, por supuesto, reaccionaba como ante un evento poco común. La muerte ajena siempre es digna de curiosidad, si no es de alguien cercano. Algunos mostraron compasión por el señor, pero la mayoría continuó su camino sin inmutarse.

Por su atuendo y su presencia, el anciano probablemente era un empleado de oficina muy dedicado. Quisiera creer que alguien llorará su partida, y si lo hubiera, ¿cuánto le afectará esa despedida sin aviso?

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