Cuba nunca fue diferente

Kabir Vegas Castellanos

Foto María Cecilia Alvarado Domínguez

HAVANA TIMES – Durante muchos años Cuba exportó una imagen de la juventud muy edulcorada. Jóvenes que vivían en igualdad (de pobreza), rebosaban madurez, convicción política, voluntad y otros valores íntegros. Muy diferente a esos jóvenes consumistas hijos del capitalismo cuya meta era tener y ostentar.

Aunque desde niño fui muy rebelde en muchos aspectos, sí recuerdo bien el asfixiante sentimiento de quedarse atrás.

El uniforme escolar nunca creó un ambiente de igualdad, las comparaciones siempre estuvieron presentes. Bastaba mirar los zapatos que cubrían los pies de cada uno para notar la abismal diferencia que existía entre los estudiantes. Cómo los Adidas resaltaban entre el resto de los calzados creando una falsa sensación de superioridad, mientras, por el contrario, aquellos que usaran sandalias se convertían en el mayor blanco de burlas.

Lo peor era el inicio del nuevo curso escolar. Si no querías recibir miradas de desprecio debías mostrar algo nuevo cada año: una mochila, un reloj de pulsera, un bonito juego de lápices, lo que fuera para al menos pasar desapercibido.

Todavía recuerdo la angustia que sentía en la primaria cuando sutilmente me discriminaban por no tener nada que impresionara, y cómo para borrar eso me sentí obligado a llevar uno de mis juguetes “exóticos”, (un carro de control remoto traído de Estados Unidos) solo para dejar de ser excluido.

Mientras que, en la secundaria, donde los juguetes dejan de tener poder, para dejar de ser subvalorado llevé un día la laptop que había en la casa. Irónicamente mis colegas de clase empezaron a respetarme. No importaba que no tuviese ropa vistosa o zapatos de marca, ya había demostrado que tenía “algo”.

Conforme uno va creciendo, los años te dotan de cierta madurez, pero el miedo a ser rechazado nunca desaparece.

¿A dónde vas cuando tu propio entorno te rechaza? No importa si es por una estupidez, ese rechazo está siempre presente y no se trata de aprender a convivir con él. En algún punto tienes que comprar la aceptación o huir a otro lugar, pues terminan atacándote, y no de formas tan sutiles.

La tercera opción es la ideal y la más difícil: desarrollar una convicción y una fuerza moral tan sólida que la presión social te sea indiferente.

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