A décadas del presente

Kabir Vega

Foto: Ernesto González

HAVANA TIMES – Cuba es una isla extraña, un país con una línea de tiempo distorsionado, una dimensión aparte en este planeta, donde el verdadero presente está a diez años, en el futuro.

Una nación cuya capital está compuesta por edificios de más de 60 años de edad, muchos de ellos en ruinas, donde transitan automóviles del siglo pasado, y su desarrollo tecnológico crece con las sobras del primer mundo.

Una sociedad en la que tu ideología política vale más que el dinero, un sistema de economía congelada que impide al ciudadano progresar, una tierra distópica gobernada por jueces que no castigan el mal, sino la autenticidad y el deseo de ser libre.

La mayoría de los extranjeros encuentran esta isla caribeña fantástica, un sentimiento que no puedo evitar repudiar, especialmente aquellos que alaban el proceso revolucionario y tildan el comunismo de Edén, pues, a fin de cuenta, ellos no vienen para quedarse.

Ninguno puede imaginar lo que sufren los jóvenes, todo lo que hacen para no estar atrás:

No fue hasta la segunda década de este milenio que tener una computadora se volvió más o menos común, mientras que requirió casi diez años más el que tener un “teléfono móvil con línea” fuera normal (una “normalidad” relativa, teniendo en cuenta que jamás puedes comprarte celular ni línea con un salario estatal, mucho menos si el teléfono lo compras en los establecimientos de Etecsa).

La Red alternativa de Cuba, nacida del deseo espontáneo de tener Internet, es el anhelo más amargo de los jóvenes. Intentan con todos sus esfuerzos alcanzar la sensación de estar “online”, pero al final de cada día solo se quedan más insatisfechos, más hambrientos de devorar el verdadero desarrollo tecnológico.

Qué decir sobre la vanidad, tan solo tener unos zapatos de marca (originales), significa sacrificar el sustento alimenticio de varios meses, mientras que a principios de los 2000 quienes iban a viajar, en sus deseos de insertarse en el presente, recurrían a la sala de navegación del Capitolio, o casas con negocios de Internet ilícito, para actualizarse sobre las modas del país que visitarían.

Todo eso va conformando una realidad tan particular y confusa, que resulta muy difícil hacerla comprensible a los extranjeros. Eso también provoca una especie de inadaptación crónica para los cubanos que emigran, cuando chocan contra la velocidad y el rigor del primer mundo, verdaderamente online, se sienten como indígenas en un ambiente civilizado.

Una pequeña pero espantosa muestra que tuve fue mi reciente encuentro con un niño de primaria, quien me preguntó si conocía la serie de Yu-Gi-Oh (historieta, animado y juego de cartas japonés). Estaba preocupado de no cumplir sus expectativas, porque hacía años que no veía la serie y sabía que el juego y el animado habían evolucionado mucho con las últimas temporadas.

Sin embargo, él se refería a la más antigua de todas las emisiones, específicamente la del 98, y las cartas con las que jugaba eran más viejas aún que las mías cuando yo seguía esa tendencia, estando en secundaria. De eso hace ya siete años.

Probablemente ese niño, si viajara al extranjero y tuviera la oportunidad de jugar con otros de su edad, sufriría mucho al principio de ver cómo lo marginan por no saber nada del juego.

Lo más triste es que quienes dirigen este país, sus hijos y nietos, no viven con el tiempo distorsionado, disponen de una Cuba alternativa insertada en la velocidad del primer mundo. Es solo el pueblo, el ciudadano común, el que se encuentra atrapado en el pasado.

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