Más que mi propio amigo
Jorge Milanes Despaigne

Desde tiempos remotos, el cerdo forma parte de nuestra cocina tradicional. El animal es criado con la comida de casa, la sobra, o en el mejor de los casos, el palmiche —fruto de nuestras palmas que, como nutritivo alimento, procura una carne riquísima.
Un cerdo relleno con moros y cristianos, es decir, arroz con frijoles, y cocido en púa, es lo más rico que existe.
En la casa de un campesino cubano no puede faltar el puerco asado en tiempo de celebración; sin esto la fiesta pierde sabor o, como dijera en buen cubano Juana Bacallao: ¡Sabrosura!
Pero no todos tenemos la posibilidad de criar puerco con palmiche porque esto solo se consigue en el campo.
Los nuevos tiempos imponen otras maneras de alimentación: tengo un amigo que le echaba cabezas de pescado jurel, incluso, hacía piensos a base de pescado y cáscaras de huevos. El pobre, cuando al fin llegó el ansiado día de probar el efecto detonante de su sacrificio, grande fue su decepción.
No alimente usted demasiado con frutos del mar a los cerdos, no sea que corra el mismo riesgo de mi amigo: el cerdo ya no fue más cerdo, el gordo del animal nunca antes supo peor.
Sin embargo, no sería el único mordido —¡y de qué manera!— por la fatal sorpresa. Hasta los vecinos dieron cuenta de su insatisfacción, quienes para asombro de cada uno, recibieron un pedazo de la preciada carne, incluso, gordo para hacer chicharrones, esta vez con un acérrimo sabor a pescado.
Confieso que también caí en la inesperada falacia del destino, porque el día en que sacrificaron el cochinito, yo me afilaba los dientes seducido por tamaña fantasía, tal vez más que mi propio amigo, cuando él movía la púa, tanto a la derecha como a la izquierda del entusiasmo.