Una mentira que ayudó a la vocación

Foto: Juan Suarez

Irina Pino

HAVANA TIMES — Cuando estudiaba en el tecnológico de Hotelería y Turismo, me hicieron una terrible acusación: me vetaron de prostituta, pero no una prostituta cualquiera, sino una que vendía sus favores a extranjeros.

Esta mentira fue devastadora para una joven de 21 años, e hizo que me pidiera la baja de aquella escuela, provocando asco, odio y otros tantos sentimientos negativos hacia aquellos “supuestos educadores” que habían contribuido a mi deserción.

La verdad era demasiado simple para creerla: había hecho amistad con un extranjero radicado en Cuba, el cual solía ir a comer al restaurant del hotel Vedado donde yo hacía las prácticas de mi especialidad.

Pasé por la vergüenza de que me realizaran exámenes médicos para detectar algún tipo de enfermedad de trasmisión sexual. Esto fue el colofón de toda aquella infamia.

Por supuesto, no quise seguir en aquella escuela. Por los 80´s había demasiadas restricciones, la mujer que sostuviera relaciones con extranjeros se la tachaba de prostituta, los cubanos no podían entrar en las tiendas, y el dólar estaba penalizado.

Luego siguió una cadena de incomprensiones por parte de mis padres, que tampoco confiaron en mi palabra, lo que hizo de mí una persona introspectiva y tímida, y a la vez fácil de engañar.

Pero en medio de aquel descalabro en aquella etapa de mi existencia, hubo alguien que se me acercó y me mostró una porción hermosa de la vida: a disfrutar de la literatura, a ir a la búsqueda de las palabras por medio de mis propias manos.

Comencé a escribir un diario, la poesía inundó mis resquicios, y aquellas yagas se fueron aliviando, –nunca cerraron del todo–, pero el aliciente de la escritura, aunque escribía desde los 14 años, fue intensificándose, hasta formar parte de mi ser, como una extensión de mi misma; entonces ya nunca más podría detenerme.

Ahora, en esta lejana reflexión alcanzo a entender que de ninguna manera podría haber sido una buena dependiente de restaurante, no por denigrar este digno trabajo, sino en el sentido de que no estaba hecha para cargar la “bandeja vacía”; tenía esta sublime maldición, y comprendo que las palabras son mi mejor reino para reinar, –no sobra la redundancia–, porque todos somos hechos para algo, todos tenemos una misión en este mundo.

Quizás el periodismo me entregué una parte monetaria, y no dudo que también ofrezca mucha alegría y puentes de amistad, pero de lo que sí estoy segura es de que no abandonaré a la escritura por otras libertades, la verdadera libertad está en las palabras, a ellas me debo y seré consecuente con el acto de escribir, como la mejor alquimia para expresar ideas y mensajes que puedan ser útiles para otros.

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